Grecia es un Estado ultraperiférico en Europa, culturalmente en la órbita balcánica, con una fundación nacional precaria en el siglo XIX que, sin embargo, ha legado a Occidente el clasicismo filosófico, cultural, político y hasta militar de sus polis. Hoy es un país arrasado por la crisis. Su PIB se ha contraído en los últimos seis años entre el 25 y el 30%; su endeudamiento supera el 176% de su producto interior bruto; el 25,8% de su población activa se encuentra en el desempleo y el 60% de los menores de 25 años están en el paro. Tiene una superficie media de 132.000 kilómetros cuadrados, una demografía escasa de poco más de 11,3 millones de habitantes, ha pasado por la monarquía (1935-1974), compatible con la dictadura de los coroneles (1967-1974) y es desde mediados de los setenta hasta ayer ha sido una república manejada por la Nueva Democracia –de signo conservador– y por el Movimiento Panhelénico Socialista (PASOK).
Sus dirigentes hicieron trampas para, al inicio de siglo, incorporarse a la moneda única europea con la ayuda de Goldman Sachs y luego han sido un dechado de ineficiencia y corrupción sin paragón en Europa. Hicieron mangas y capirotes con los fondos de la Comunidad Económica Europea. Es un país sin catastro y apenas sin registros de la propiedad. Tienen un contencioso en Chipre con su gran enemigo histórico y dominador, Turquía, la potencia otomana que los colonizó y humilló. La Unión Europea, después de la crisis que comenzó en 2008, ha rescatado su economía dos veces y acumula una deuda de más de 230.000 millones. Es un país devastado tanto por la necedad de sus dirigentes como por la confusión sobre su lugar en Europa y su designio como Estado situado en el borde externo y sureño del Viejo Continente, al que la austeridad está ahogando. Representa sólo el 2% del PIB del club de la UE pero, con todo y con eso, Grecia lanzó ayer su onda electoral y logró, como la pedrada de David, impactar en la frente de la troika, rompiendo el esquema tradicional de las fuerzas políticas: otorgó una victoria histórica a Syriza (Frente Social Unificado) del cuarentón ateniense Alexis Tsipras, dejó atrás a Nueva Democracia y hundió definitivamente al PASOK.
Syriza tiene un significante político específico: supera la socialdemocracia y está distante del comunismo al que ha desarbolado; es un fenómeno electoral transversal que ha luchado contra dos inercias. De una parte, contra el turnismo de ND y el PASOK, de otra contra el miedo al enfrentamiento con las líneas fundamentales de la ortodoxia macroeconómica para salir de la crisis dictada por la troika. Syriza –lo ha escrito Tsipras en The Financial Times– está dispuesta a asumir los objetivos fiscales de la Unión, pero no los acuerdos para alcanzarla. El país presenta ahora un superávit primario –es decir, excluida la deuda– de modo que Tsipras reclamará su reestructuración que pase, al menos, por un aplazamiento de las devoluciones y una reducción del interés, y, seguramente, apelará a la experiencia del Acuerdo de Londres de 1953, en el que veinticinco países acreedores condonaron el 62% de la deuda alemana.
En eso consiste la pedrada a la troika: hacer que el gigante se tambalee porque cuando se debe poco el problema lo tiene el deudor, pero cuando se debe mucho lo tiene el acreedor. Tsipras lo sabe y aunque no estirará la cuerda hasta romperla, quiere intentar una salida diferente -¿por la izquierda?- a la crisis apeando a la socialdemocracia que en Francia duda (Valls: “hay que acabar con el socialismo nostálgico”); que en España se diluye desde que Zapatero en 2011 modificó con Rajoy en quince días el artículo 135 de la Constitución e introdujo la mayor garantía a los acreedores; que en Portugal ha vivido -en noviembre pasado- el bochorno de la detención de su exlíder, José Sócrates, por presuntos delitos fiscales, de blanqueo y corrupción; y que en Italia, después de la disolución del PSI de Craxi, se remansa en el Partido Democrático de Renzi enhebrado de socialdemocracia y socialcristianismo.
Syriza y Tsipras tienen que recabar una cierta empatía de los poderes decisorios -políticos y financieros- de la Unión porque si fracasará, el populismo neonazi de Amanecer Dorado (ayer obtuvo la tercera plaza en el ranking de entre los veintidós partidos que se presentaban a las elecciones) estaría dispuesto a subvertir, más aún de lo que pudiera hacerlo este Frente Social Unificado, los valores de un Estado democrático de la Unión Europea.
Ya se ve que España no es Grecia, ni Syriza es Podemos. Los de Tsipras vienen de un grupo parlamentario en la legislatura anterior de 71 diputados, de una correosa oposición contra Nueva Democracia y de doblar el pulso a los socialistas del PASOK. Han liquidado a Samarás y a Venizelos. Pero no han extirpado el germen pronazi, xenófobo y bastante brutal de Amanecer Dorado. Como escribió ayer Ignacio Molina (del grupo Agenda Pública) en su artículo “Podemos y las envenenadas calendas (electorales) griegas”, la victoria de Syriza sólo sería favorable a los de Pablo Iglesias en uno de tres supuestos: en modo alguno si se produce la catástrofe de que Grecia saliese del euro; tampoco en el supuesto de que “no ocurra nada” porque Tsipras se limite a solicitar y obtener una “extensión técnica del programa económico de ajuste y ganar tiempo para presionar a la UE sobre una reestructuración de su deuda”. El único escenario que sería osmótico de Syriza a Podemos consistiría en que Tsipras lograse convencer a los países prescriptores de la UE para llegar a un “nuevo pacto en el que se flexibilizasen de manera visible las condiciones de pago de la deuda y de recortes a cambio de profundas reformas del Estado griego”.
Quedamos a la espera, no de lo que suceda, que ya ha sucedido mucho, sino de lo mucho más que pueda suceder. Para empezar, comprobemos si la pedrada de David ha lesionado a Goliat-Merkel, Goliat-Draghi y Goliat-Lagarde. Es un momento para contener el aliento y observar. Algo muy serio ha comenzado a cambiar en Europa. Los que nada tienen que perder van a gobernar. Los griegos vuelven al paso de las Termópilas.