La película nos presenta a Miguel (interpretado por David Verdaguer), arquitecto paisajista en crisis que viaja a Bélgica para participar en un congreso, rompe con su pareja e inicia una relación improbable con Olga (Isabelle Renauld), mujer madura que le hace confrontar no tanto un nuevo amor, sino una nueva forma de vida. Así, el invierno no es solo estación, sino metáfora: de paralización, introspección y de esperar que algo vuelva a florecer.
David Trueba vuelve a las obsesiones de su mirada cinematográfica: el tiempo que pasa, la derrota como experiencia vital más que fracaso, el cuerpo que envejece, la soledad. Lo hace con una puesta en escena que, sin estridencias, logra sugerir estados de ánimo a través del espacio. La Bruselas de invierno, sus canales, sus calles grises y silenciosas, se convierten en espejo del interior de Miguel.
En ese sentido, Trueba utiliza la arquitectura del paisaje y los jardines como metáfora de crecimiento, abandono y reconstrucción. El trabajo de Miguel en el congreso de jardines públicos actúa como correlato de su estado emocional: un terreno que debe recibir algo nuevo, que exige paciencia, y que al final quizás florezca. Esta simbiosis entre profesión y estado interior es muy propia del cine de Trueba: lo cotidiano elevado a símbolo.
Y ahí radica una de las tensiones interesantes de su cine: la contradicción entre la búsqueda de la calma y la urgencia emocional del protagonista. Ese desfase entre vida deseada y vida vivida genera momentos de gran sinceridad, como la escena en la que Miguel y Olga se encuentran desnudos. Es una de las más logradas: íntima, incómoda y real, como si Trueba se liberara de la culpa de ver cuerpos maduros, relaciones no convencionales, y se enfrentara a los prejuicios culturales.

Otro acierto es la partitura narrativa del humor melancólico. Trueba no busca la tragedia, sino la introspección. Esta mezcla de ternura y cinismo hace que, aunque el protagonista parezca un “perdedor con suerte” no se le condene; más bien, se le acompaña en su recorrido por la incertidumbre.
Un film que confirma a David Trueba como cineasta de miradas suaves pero penetrantes, interesado en lo que se escapa del gran relato —la diferencia de edad, el amor tardío, la reconstrucción personal— y que lo hace desde un lenguaje cinematográfico reconocible: espacios que habitan los personajes, silencio, desapego emocional, risa dulce y dolor escondido. Es una obra de gran honestidad, de alianza con el cuerpo maduro, y apuesta por mujeres y relaciones invisibilizadas por el mainstream.
Un cine íntimo, que no teme los inviernos emocionales y que celebra los pequeños brotes de luz. En la mirada de Trueba ya no arde el verano del éxito inmediato, sino ese invierno que prepara algo nuevo.


