Por más que el ministro Montoro o el conseller Puig hayan decretado el final de la crisis, la realidad, tozuda ella, se empeña cada mañana en desenmascarar a los cínicos: unas cifras de paro descomunales, el sobrecogedor avance de la malnutrición infantil, el obsceno aumento de la brecha entre quienes más tienen y quienes ya prácticamente no tienen nada, el goteo inacabable de los deshaucios a instancia de unos bancos que se han beneficiado de ingentes inyecciones de dinero público que pagaremos durante años, el abandono a su suerte de decenas de miles de personas en situación de dependencia, la imparable destrucción de la sanidad y la educación públicas, la laminación de los derechos sociales más básicos a través de las reformas de las leyes laborales y las que regulan el sistema de pensiones.
Esa es la realidad y no la que nos muestran nuestros medios públicos y una gran parte de los privados, que recogen la que construyen cada día, y con notable éxito, unas elites políticas a las que no les interesa en absoluto que el debate público se centre en las cuestiones que están generando el mayor sufrimiento social que este país ha conocido desde los años que siguieron a la guerra civil. De hecho, lo que tenemos ahora es una sociedad ensimismada, encerrada con un solo juguete, y que en buena medida ha perdido la capacidad de analizar críticamente los mensajes elaborados por quienes detrás de la bandera esconden un proyecto tan destructor del pacto social como el que está desarrollando, sin complejos, el gobierno español. La crisis económica no es la causa sino la excusa para la liquidación de derechos —y ahora también libertades— ganadas con mucho sudor y no poca sangre por las clases populares durante décadas.
Así las cosas, la desproporción en las cifras entre quienes participaron en la Via Catalana y quienes lo hicieron en la importante manifestación contra los recortes del pasado 24 de noviembre nos lo dice todo sobre el carácter de clase de uno y otro acontecimiento. La inmensa mayoría de quienes se encadenaron por la independencia consideraron que la movilización contra los presupuestos antisociales no iba con ellos. El jefe de la oposición no creyó necesario que sus huestes desfilaran contra el gobierno al que supuestamente se opone. Y una parte de la izquierda sigue sin sacar conclusión alguna de esos hechos. El movimiento independentista es socialmente transversal pero se basa fundamentalmente —como reconocen sus propios impulsores— en las clases medias. Es un movimiento mesocrático y socialmente conservador en su fracción mayoritaria. Y es esa fracción la que lidera el proceso ahora y seguirá haciéndolo si las encuestas aciertan y trasladan el testigo de fuerza más votada de CiU a ERC. La pregunta entonces es: ¿qué pinta ahí la izquierda?
Hace unos días, Joan Herrera afirmó que el conflicto social debía ocupar la centralidad del debate público. No puedo estar más de acuerdo. Lo que el líder ecosocialista obvió es que, en los términos en que está planteado el debate político catalán, la posición que mantiene su coalición es contradictoria con esa afirmación. La cuestión nacional está tapando el conflicto social y contribuye a desinflar la protesta contra la brutal ofensiva que desde el Govern se ha desencadenado contra las clases populares catalanas. Guste o no guste leerlo y oírlo, el susodicho derecho a decidir no hace sino dividir a las clases trabajadoras mientras cohesiona a buena parte de las clases medias y de las clases burguesas. De poco sirve denunciar por la mañana los recortes del gobierno si por la tarde se acude a hacerse la foto con quien es el causante directo de los padecimientos de tanta gente. ¿Qué sentido tiene afirmar, como ha hecho Herrera, que si nos mantenemos unidos ganaremos el derecho a decidir? ¿Unidos con la derecha? ¿Y ese es ahora el objetivo de la izquierda: ni siquiera decidir, sino el derecho a hacerlo sobre no se sabe bien qué? ¿Y para ello hay que dar oxígeno, aunque sea indirectamente, al gobierno más descarnadamente neoliberal que este país ha conocido?
En Cataluña, cada vez que la cuestión identitaria ha desplazado a la cuestión social, las fuerzas nacionalistas han barrido a las izquierdas consideradas en su conjunto. Es lo que está volviendo a pasar, y esta vez más radicalmente si cabe porque en esta ocasión no hay terreno de juego suficiente para las propuestas integradoras. Si el partido se juega a sí o no, la izquierda social ya ha perdido porque entra dividida al encuentro. No vale decir que la cuestión social ha de ir de la mano de la nacional. Las derechas (catalanas y españolas) lo tienen claro: la cuestión nacional es la que se debate. Ellas marcan la agenda, fijan las reglas, establecen los límites del campo y ponen el árbitro. La izquierda, sonámbula, está en el centro de la pista bailando con su enemigo. Cuando despierte quizás caiga en la cuenta, tarde, de que esto iba de otra cosa. Lucha de clases le decían los clásicos.
Francisco Morente es profesor de Historia Contemporánea (Universidad Autónoma de Barcelona).