Sin piedad, sin contemplaciones, sin el más minimo atisbo de humanidad. Tras haber bombardeado, invadido y devastado el norte de la Franja de Gaza -causando ya 18.000 muertos, el 70% de ellos mujeres y niños, junto a más de 49.000 heridos- y haber provocado un éxodo masivo de 1,8 millones de gazatíes al sur, donde se hacinan la población civil, ahora el ejército israelí bombardea con frenética fiereza -«usando las mismas tácticas o peor”, en palabras de Josep Borrell- el sur de la Franja, convertida en una ratonera.
La situación en la Franja roza la catástrofe humanitaria, con el personal y las estructuras sanitarias diezmadas -más de 300 profesionales masacrados- y colapsadas, y sin acceso a agua, comida, combustible o alimentos para más de dos millones de personas. Niños y mujeres amputados y sin anestesia, entre charcos de sangre; decenas de miles de personas abandonadas, cadáveres sin sepultar, o bajo toneladas de cascotes; colas kilométricas para llagar a las letrinas, o para acceder a los almacenes que aún no han sido asaltados. “Los que sobreviven a los bombardeos se enfrentan al riesgo inminente de morir de hambre o de enfermedades”, alerta Alexandra Saieh, de la ONG Save The Children.
Y pese a este escenario dantesco y genocida, Israel no ceja en su empeño de empujar a los civiles hacia el sur, incrementando más y más la presión a la espera de que en algún momento Egipto abra las puertas y pueda expulsarlos finalmente al desierto del Sinaí, completando su verdadera meta: una nueva Naqba, la limpieza étnica total de la Franja de Gaza.
Todo ello bajo la protección de Washington, que acaba de vetar una nueva resolución de alto el fuego en el Consejo de Seguridad de la ONU. Unos EEUU que suministran las bombas y misiles que masacran a los gazatíes, y que mantiene al más poderoso de sus portaaviones -el USS Gerald R. Ford- frente a las costas de Gaza.