Nunca, desde la desaparición de la URSS, las relaciones entre EEUU y Rusia habían alcanzado el grado de tensión y enfrentamiento que se vive hoy. No se puede hablar de un «retorno a la guerra fría», porque la Rusia de Putin no es -en ningún plano- equiparable a la superpotencia soviética, pero la aguda confrontación actual entre ambos países ensombrece de nuevo el panorama mundial.
Desde que Putin ganara la guerra de Chechenia, con una estrategia militar de aniquilación total, y se erigiera, gracias a ello, en el «hombre fuerte» que Rusia «necesitaba» para librarse de su propia extinción y de la creciente dependencia de Occidente, una nueva Rusia se ha ido dibujando en el panorama internacional.
En poco más de una década, Rusia recuperó el control de sus mayores fuentes de riqueza (el gas y el petróleo), construyó un sistema político (formalmente democrático, aunque realmente autocrático) independiente del control exterior, impulsó un cierto desarrollo de las fuerzas productivas internas, salvó de la quema su industria armamentística y ha mantenido vivo un alto potencial militar. Con un férreo control político del país, el nuevo Kremlim fue, al mismo tiempo, dando pasos con vistas a «recuperar» todo aquello que fuera recuperable tras la desintegración de la URSS. Y así, fue tejiendo nuevas relaciones de cooperación e integración con países como Bielorrusia, Azerbayán, Armenia y las repúblicas asiáticas… mientras medía sus fuerzas con vistas a la caza de una pieza mayor: la recuperación de Ucrania para su nuevo hinterland económico y político. Pero al tratar de dar un paso más y forzar rápidamente esa integración, desató una réplica que habría de llevar en muy poco tiempo a la escalada actual. EEUU (con la colaboración de Europa) auspició un golpe en Ucrania que acabó desalojando del poder al presidente prorruso. «La principal baza de Putin es la debilidad creciente de EEUU, que es particularmente ostensible en Oriente Medio «
Putin respondió apropiándose de Crimea y levantando militarmente las regiones del este del país (con mayoría de población de origen ruso) contra el nuevo régimen «ilegítimo» de Kiev. El conflicto llegó a bordear el estallido de una guerra civil total en Ucrania, que de llegar a producirse podría haber conducido, en algún momento, a una confrontación directa de fuerzas rusas y fuerzas de la OTAN. Ante tal eventualidad, Putin «congeló» el conflicto, pero manteniendo el control de sus fuerzas leales sobre las regiones prorrusas y el dominio total sobre Crimea.
Ya para entonces la confrontación se había desplazado a un nuevo escenario: Oriente Medio, donde Estados Unidos, como si no tuviera suficiente con las guerras (perdidas) de Irak y Afganistán y el arduo conflicto nuclear con Irán, había desatado una nueva guerra en territorio sirio, con la finalidad de desalojar del poder a Assad, tradicional aliado de Irán y de Rusia en la región. Como en los anteriores conflictos de Afganistán e Irak, tampoco aquí EEUU midió correctamente la correlación de fuerzas, y lo que pensó sería un levantamiento de masas que acabaría derribando en unos pocos meses al régimen, derivó en otra brutal guerra civil, que daría paso en muy poco tiempo a una de las partidas de ajedrez más complejas y sanguinarias de nuestro tiempo, con la participación activa y directa de todos los actores regionales e internacionales que esperan sacar algo de allí: EEUU, sus aliados europeos, Turquía, Arabia Saudí, Irán y Rusia.
EEUU, junto a sus aliados europeos (Francia, Inglaterra, etc), por un lado apoyan a los rebeldes que luchan contra el régimen de El Assad y por otro combaten a las fuerzas del Estado Islámico (grupo nacido y crecido al calor de esta guerra y que llegó a controlar en 2015 la mitad de los territorios de Siria e Irak), apoyándose especialmente en las tropas kurdas. Turquía apoya débilmente a los rebeldes y lucha contra el ISIS, pero aprovecha cualquier ocasión para bombardear a los kurdos. Irán entró en el conflicto con tropas terrestres para combatir al ISIS, pero a la vez respalda al régimen de El Assad. Y, en medio de este berengenal, llegó Rusia, en el momento más álgido del conflicto con el ISIS, prometiendo bombardeos aéreos salectivos contra los territorios contralados por los fanáticos islamistas. Pero eso no fue más que la excusa para involucrarse militarmente en el conflicto. Enseguida se vio que los intereses del Kremlim eran otros: el principal, inclinar la balanza de la guerra interna en favor de su aliado El Assad. Y en muy pocos meses ha logrado efectivamente cambiar el rumbo de la guerra y el previsible desenlace del conflicto.
En la guerra de Siria, Putin se ha mostrado tan implacable y determinado como ya lo hizo en el conflicto militar que le llevó al poder. Tras romper cualquier tipo de acuerdo, plan de paz o alto el fuego con EEUU, Putin se ha lanzado junto a las fuerzas del régimen a la conquista de Alepo (segunda ciudad del país) con la misma táctica de exterminio total que él llevó a cabo en Grozni, la capital de Chechenia, destruyendo implacablemente escuelas, hospitales, mezquitas, dando a entender, en definitiva, que toda resistencia es inútil, porque están decididos a no dejar piedra sobre piedra, y sea cual sea la «condena internacional» que tales hechos susciten.
Para dar este paso adelante, Rusia se ha valido oportunamente del enésimo error de EEUU en la región: el intento fallido de golpe de estado en Turquía para derrocar al presidente Erdogan. Putin sacó enseguida petróleo de esta grave fisura abierta entre EEUU y Turquía. Y si hace unos meses, las relaciones entre Ankara y Moscú echaron chispas después de que el ejército turco derribara un avión ruso en la frontera de Siria, tras el fallido golpe de estado, Putin recibía con todos los honores a Erdogan en el Kremlim y le ofrecía apoyo y colaboración. A cambio de ello, sin duda obtuvo la neutralidad turca ante el asedio de Alepo.
La creciente debilidad de EEUU en la región está provocando efectos insospechados en la correlación de fuerzas. Por un lado, no consigue estabilizar los regímenes de Irak y Afganistán, lo que le impide retirar sus fuerzas militares de la zona, y le mantiene involucrado en dos «guerras» irresueltas e irresolubles. Tras quince años de conflicto militar en Afganistán, los talibanes siguen siendo una amenaza igual o mayor que al día siguiente de la invasión norteamericana del país. En Irak (medio ocupado por el ISIS, partido casi en tres trozos por su diversidad étnica y religiosa, y bajo la amenaza permanente de que la mayoría chii llegue a una entente con el régimen iraní) la situación sigue siendo caótica y es impredecible hacia dónde puede ir el país. En el conflicto latente más grave de la región (la disputa entre Arabia Saudí e Irán por la hegemonía en la región), EEUU navega entre dos aguas. Propició un entendimiento con Irán, llegando a un acuerdo sobre su programa nuclear; pero ese acuerdo, a su vez, le provocó una grave fisura con sus dos aliados más importantes de la región, Arabia Saudí e Israel, que no creen a Irán. Por otro lado, Irán sigue manteniendo su apoyo a su aliando El Assad en Siria. Y para completar el escenario, el reciente intento de golpe de estado contra Erdogan ha abierto una brecha de dimensiones aún desconocidas con uno de los aliados fundamentales de EEUU en la región en los últimos 50 años: Turquía.
En este marco, EEUU tiene que ver cómo Rusia inclina cada vez más la balanza de la guerra en Siria en su favor y en el de su aliado, El Assad. La previsible toma de Alepo (de las ruinas de Alepo, en realidad) por las tropas del régimen, apoyadas con los bonbardeos rusos, supondría la más importante derrota militar de los rebeldes y la pérdida de su bastión más importante. Posiblemente, la antesala de la victoria militar de El Assad en la guerra. Y, por tanto, previsiblemente, la tercera derrota militar consecutiva de EEUU en la región.
No es extraño que en este contexto, el «jugador» del Kremlim, a quien la gustan las apuestas fuertes, y no tiene que enfrentarse a ningún descrédito interno por impulsar crímenes de guerra, como los de Chechenia o Alepo (al contrario, esos ejercicios del músculo militar parecen ser aprobados por la mayoría de la población rusa, que los tiene por signos de recuperación del viejo poderío militar e imperial perdido), se anime a ir cada vez más lejos en sus desafíos.
En esa clave cabe interpretar algo que en otro contexto carecería de sentido o simplemente parecería la acción de un loco. Y fue el «paseo» que dos cazamborbaderos rusos efectuaron días pasados de norte a sur de Europa, desde Noruega hasta la costa cantábrica española. Una exhibición de poderío militar (dichos aviones pueden transportar misiles nucleares de corto y medio alcance) que solo cabe interpretar como una advertencia a Europa. Una advertencia nada sutil pero sí contundente, a la que la diplomacia europea no ha dado ninguna respuesta. En todo caso, Putin parece haber dejado claro a quien quiera saberlo, que Rusia tiene capacidad para bombardear cualquier ciudad europea y borrarla del mapa. ¿Con qué finalidad? Sin duda se trata de un ejercicio simbólico de intimidación, que tal vez hace unos años o meses carecía totalmente de sentido, pero que hoy puede tenerlo. Si con la victoria militar en Chechenia, Putin se hizo con el poder interno de Rusia y se apoderó del Kremlim, una victoria en una guerra exterior, como la de Siria, puede, a su juicio, otorgarle un nuevo status a Rusia. Y, sin duda, en Europa deben empezar a saberlo.
El nuevo «tono ruso» afecta también a sus relaciones directas con EEU, en ámbitos tan delicados como la proliferación nuclear. Y así, al día siguiente de romper las negociaciones de paz con EEUU sobre Siria, el Kremlim anaunciaba que da por roto también el tratado que impedía nuevas pruebas de enriquecimiento de plutonio. Reabrir el tema de la carrera de armamento nuclear con EEUU no es, desde luego, un asunto baladí. «En la guerra de Siria, Putin se ha mostrado tan implacable como ya lo hizo en el conflicto militar que le llevó al poder: Chechenia»
En cuanto a la voluntad del nuevo inquilino del Kremlim de involucrarse cada vez más en una política exterior activa, que saque partido de las dificultades, debilidades y contradicciones de los demás, viene confirmada por una noticia que los medios españoles (por lo que les interesa) han comenzado a difundir recientemente. Se trata de un movimiento incipiente, cuyo calado es todavía difícil de calibrar: y es el apoyo que, de forma oficiosa más que oficial, Rusia estaría comenzando a ofrecer a todas las fuerzas y partidos que, sobre todo en Europa, tratan de impulsar movimientos independentistas. Las noticias de prensa hablan ya de reuniones en Moscú a las que habrían asistido representantes de movimientos escoceses, galeses, corsos, catalanes o vascos, entre otros. Quizá esto solo sea una «fantasía» o una «quimera» del Kremlim, y su capacidad de hacer mella en estos asuntos sea insignificante, pero en todo caso demuestra la voluntad de esta «nueva Rusia» de Putin de intentar jugar en el campo del adversario. Sería un cambio notable. Si en la última década, fue Putin el que tuvo que hacer frente a todo tipo de desafíos internos provocados por la intervención occidental en los asuntos de Rusia y su periferia, ahora parece dar por perfectamente controlada la situación en su país, y eso le permite intentar jugar ya en territorio ajeno.
En todo caso, más que a la recuperación de un poderío alarmente, a lo que nos enfrentamos hoy es a la presencia de un jugador astuto, determinado y sin el menor escrúpulo, que sabe sacarle un partido extraordinario a los errores y a las debilidades del rival.
La principal baza de Putin es la debilidad creciente de EEUU. Debilidad que se manifiesta de una forma muy ostensible en el endiablado tablero de Oriente Medio. Si en Ucrania, EEUU aún logró retener el control de una parte del país (aun perdiendo Crimea y las regiones del Este), en la actual partida de ajedrez de Oriente Medio y, especialmente en la jugada de la guerra de Siria, las posibilidades de perderlo todo son cada vez mayores. Tras intentar todo tipo de alianzas (y luego cambiarlas a mitad de partida) EEUU se encuentra cada vez más solo en mitad de una guerra cada vez más perdida. Como lo estuvo en su día en Vietnam.
Hillary Clinton parece haberse comprometido a enviar tropas de tierra norteamericanas si gana las elecciones presidenciales de noviembre. Si se llegara a esa situación, el simil con Vietnam podría tener aún más sentido. Las consecuencias de una posible victoria rusa en Siria y la consiguiente derrota norteamericana crearían un nuevo escenario en Oriente Medio, en el que la rivalidad entre las dos potencias regionales que aspirar a imponer su ley en la región (Arabia Saudí e Irán), entraría en una nueva fase de agudización. Posiblemente la lucha por el control de Irak se convertiría automáticamente en un conflicto de primer nivel.
Sea cual sea el resultado de la guerra de Siria, todo augura que el territorio de confrontación perdurará aún muchos años. La capacidad de Rusia de dotarse de verdaderos aliados estratégicos en la región o de oficiar de mediador creíble en los conflictos que vienen (Rusia entabló negociaciones recientes por primera vez con Arabia Saudí sobre el tema del petróleo), decidirán en gran medida la viabilidad de la pretensión del Kremlim de volver a ser un agente decisivo en el complejísimo y turbulento tablero de Oriente Medio.