La defensa de la unidad nacional, frente a las potencias imperialistas que aspiraban a dividir el país, fue uno de los elementos claves que explican el triunfo de la revolución china en 1949.
Cuando en 1911 una revolución liquida el régimen imperial, las grandes potencias se movilizan para garantizar que en la nueva república no se cuestionaría su dominio. Inmediatamente aparecen los “señores de la guerra”, caudillos militares locales, financiados y armados por una u otra potencia, que construyen “reinos de taifas” virtualmente independientes. Impedir que pudiera haber un gobierno con autoridad en toda China era mantener a China postrada y dominada.
Resquebrajar la integridad territorial había sido un ariete de los poderes imperiales que se lanzaron desde mediados del siglo XIX a la conquista de China. Apoderándose de territorios chinos (en Hong Kong, Macao o Taiwan) para convertirlos en colonias.
Quien más lejos llevó esta estrategia de división fue el imperialismo japonés durante la IIª Guerra Mundial. Desgajando Manchuria para formar el ficticio “Estado independiente de Manchukuo”, en realidad una mera colonia nipona. O promoviendo movimientos independentistas en las provincias de Liaoining o Jilin, tan antichinos como projaponeses.
Restaurar la unidad nacional fue una bandera de lucha contra el dominio imperialista, imprescindible para poder emprender un camino revolucionario o de progreso. La enarboló el Partido Comunista de China, ganándose el apoyo de la población. Pero también los sectores antiimperialistas del Kuomintang, que impulsaron entre 1926 y 1927 la “Expedición al Norte”, con el objetivo de acabar con el dominio de los “señores de la guerra” locales e instaurar un gobierno único en todo el territorio chino.