La relación entre el arte y el poder X

La burguesí­a se adueña del arte

Con la corriente artí­stica del romanticismo la burguesí­a idealiza sus gestas revolucionarias

Concluíamos la entrega anterior con la apoteosis del barroco, que ya en el sigo XVII ha cumplido su misión y degenera a lo largo del sigo XVIII en una serie de corrientes, bien de desarrollo ornamental (el rococó) bien de oposición a él (el neoclasicismo) que apenas si aportan nada al arte y la cultura universal.

Habrá que esperar al siglo XIX, el siglo de apogeo de la burguesía y la expansión de sus revoluciones triunfantes por toda Europa, para que aparezca una nueva corriente artística con la voluntad de replantearse todo el arte anterior y establecer nuevos cánones: el romanticismo.

Las condiciones para el surgimiento del Romanticismo, un movimiento que paseará su inquietud, su angustia y sus ansias de romper con las normas, hunden sus raíces en las revoluciones burguesas que se expanden, incontenibles, al inicio del siglo XIX.

Su influencia no tendrá limites dentro del campo del pensamiento; lo encontramos tanto en la economía, en la filosofía, en la pintura, en el teatro, en la literatura e incluso influirá de forma destacada en las costumbres cotidianas de los hombres ilustrados de su época. «Es la primacía del genio creador de su propio universo, el artista como demiurgo»

La burguesía había buscado en el terreno ideológico una doctrina que se encargara de justificar y santificar el nuevo orden instituido. En el terreno del pensamiento, será la filosofía del materialismo el ariete que enarbola la burguesía ascendente para abrir brechas en los ya carcomidos muros feudales.

Es una lucha radical contra las instituciones políticas existentes, dominadas por la religión y, además, una lucha abierta y declarada contra la metafísica en que sostienen las viejas ideas religiosas.

Alemania y el pensamiento romántico

Al materialismo dominante en Europa –con la variante inglesa del empirismo– se suma sin embargo el pensamiento de una Alemania que vive todavía en unas condiciones muy distintas.

El desarrollo industrial y comercial está, en comparación, en niveles atrasados, y el feudalismo es aún muy poderoso en el campo.

Alemania importará el racionalismo, pero para elaborar una filosofía especulativa acerca del espíritu humano, de la esencia intima de los objetos para crear sistemas filosóficos extremadamente abstractos y ajenos a la vida real, que rechazan tácitamente la transformación revolucionaria de la realidad e idealizan al Estado prusiano como encarnación de la idea absoluta. Y aunque, sin embargo, en su desarrollo llevarán a la filosofía clásica alemana al terreno de la dialéctica, su poderoso influjo en a Europa del sigo XIX impulsará la literatura de las emociones, la búsqueda de la libertad en el arte, una especie de grito romántico de rebeldía contra el orden burgués.

Es el romanticismo que estalla pleno de contradicciones en una Europa también repleta de contradicciones.

Aunque el romanticismo no se adhiera a un solo estilo en lo formal –Byron es clásico en la forma y revolucionario en la fuerza de sus ideas; Chateaubriand es reaccionario en el contenido de sus obras–, sin embargo, todos coinciden en la búsqueda de la reivindicación de la subjetividad y los sentimientos individuales, adoptando todas las formas de libertad de expresión. Hay románticos políticamente revolucionarios y otros adheridos al pasado. Hay románticos oscuros, confusos e irracionales y otros claros, fuertes, casi objetivos. Los hay de tendencias populares y nacionalistas, y otros burgueses y aristocratizantes.

El individualismo, la sensibilidad, el inconformismo y un sentimiento de huida en el espacio y en el tiempo componen los núcleos básicos que le dan coherencia.

El romanticismo impone la conciencia del yo como entidad autónoma y, frente a la universalidad de la razón del siglo XVIII, se dota de capacidades como la fantasía y el sentimiento, el gusto por lo fantástico, por lo indefinido y en algunos casos una seria tendencia hacia el irracionalismo. El artista ya no ha de seguir unos cánones ni unas reglas racionales. Es la primacía del genio creador de su propio universo, el artista como demiurgo.

Impregnado de la necesidad de las distintas burguesías para romper la unidad de los grandes imperios absolutistas, valora lo diferente frente a lo común y el liberalismo frente al despotismo ilustrado.

Como el burgués que compite frente a otros por un mercado ignorado, el artista romántico debe hacer gala de originalidad frente a la tradición clasicista. Cada hombre debe mostrar lo que le hace único.

Y también, como las revoluciones burguesas que están sólo al principio de su desarrollo, desbrozando los caminos que deben llevarle a su dominio universal y exclusivo, el artista romántico reivindica la obra imperfecta, inacabada y abierta frente a la obra perfecta, concluida y cerrada.«La cultura tendrá un carácter romántico y liberal o un carácter realista y de orden»

El arte a lo largo del sigo XIX se va a mover, al igual que la burguesía como clase social, entre dos polos contrapuestos: libertad y orden. Exige libertad para expresar sus ideas, para organizar sus negocios y para intervenir en la vida política, pero también exige orden para defender la propiedad privada y para evitar los conflictos que pueden perjudicar a sus negocios.

Según impere uno u otro concepto, la cultura tendrá un carácter romántico (libertad) o un carácter realista (orden), aunque en realidad estos aspectos están continuamente entrecruzándose y van desde un campo irracional subjetivo (que producirá el romanticismo) hacia otro de realidad objetiva (que dará origen al realismo).

Por esa misma razón, lo característico del movimiento romántico no será que represente exactamente una concepción del mundo revolucionaria o reaccionaria, sino el camino por el que es posible llegar a una u otra concepción. En realidad, el Romanticismo representa un movimiento general en toda Europa que prima el desarrollo de los sentimientos y del individualismo sobre la razón y la voluntad del autodominio.

Buscando en el pasado, y más concretamente en la Edad Media, su inspiración más alta, rompió con la imagen del mundo estática procedente de la Escolástica y del Renacimiento, introduciendo una concepción de la naturaleza del hombre y de la sociedad más evolucionista y dinámica.

“La idea de que nosotros y nuestra cultura estamos en un eterno fluir y en una lucha interminable –dice el historiador del arte a quien hemos mencionado a menudo en el serial, Arnold Hauser–, la idea de que nuestra vida espiritual es un proceso y tiene un carácter vital transitorio, es un descubrimiento del Romanticismo y representa su contribución más importante a la filosofía del presente”.

El 18 brumario de Luis Napoleón Bonaparte

Karl Marx

Hegel dice en alguna parte que todos los grandes hechos y personajes de la historia universal aparecen, como si dijéramos, dos veces. Pero se olvidó de agregar: una vez como tragedia y la otra como farsa. Caussidière por Dantón, Luis Blanc por Robespierre, la Montaña de 1848 a 1851 por la Montaña de 1793 a 1795, el sobrino por el tío. ¡Y a la misma caricatura en las circunstancias que acompañan a la segunda edición del Dieciocho Brumario!

Los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio, bajo circunstancias elegidas por ellos mismos, sino bajo aquellas circunstancias con que se encuentran directamente, que existen y les han sido legadas por el pasado. La tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos. «Los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio»

Y cuando éstos aparentan dedicarse precisamente a transformarse y a transformar las cosas, a crear algo nunca visto, en estas épocas de crisis revolucionaria es precisamente cuando conjuran temerosos en su exilio los espíritus del pasado, toman prestados sus nombres, sus consignas de guerra, su ropaje, para, con este disfraz de vejez venerable y este lenguaje prestado, representar la nueva escena de la historia universal.

Así, Lutero se disfrazó de apóstol Pablo, la revolución de 1789-1814 se vistió alternativamente con el ropaje de la República romana y del Imperio romano, y la revolución de 1848 no supo hacer nada mejor que parodiar aquí al 1789 y allá la tradición revolucionaria de 1793 a 1795. Es como el principiante que ha aprendido un idioma nuevo: lo traduce siempre a su idioma nativo, pero sólo se asimila el espíritu del nuevo idioma y sólo es capaz de expresarse libremente en él cuando se mueve dentro de él sin reminiscencias y olvida en él su lenguaje natal.

Si examinamos esas conjuraciones de los muertos en la historia universal, observaremos en seguida una diferencia que salta a la vista. Camilo Desmoulins, Dantón, Robespierre, Saint-Just, Napoleón, los héroes, lo mismo que los partidos y la masa de la antigua revolución francesa, cumplieron, bajo el ropaje romano y con frases romanas, la misión de su tiempo: librar de las cadenas e instaurar la sociedad burguesa moderna. Los unos hicieron añicos las instituciones feudales y segaron las cabezas feudales que habían brotado en él. El otro creó en el interior de Francia las condiciones bajo las cuales ya podía desarrollarse la libre concurrencia, explotarse la propiedad territorial parcelada, aplicarse las fuerzas productivas industriales de la nación, que habían sido liberadas; y del otro lado de las fronteras francesas barrió por todas partes las formaciones feudales, en el grado en que esto era necesario para rodear a la sociedad burguesa de Francia en el continente europeo de un ambiente adecuado, acomodado a los tiempos.

Una vez instaurada la nueva formación social, desaparecieron los colosos antediluvianos, y con ellos el romanismo resucitado: los Brutos, los Gracos, los Publícolas, los tribunos, los senadores y hasta el mismo Cesar. Con su sobrio practicismo, la sociedad burguesa se había creado sus verdaderos intérpretes y portavoces en los Say, los Cousin, los Royer-Collard, los Benjamín Constant y los Guizot; sus verdaderos caudillos estaban en las oficinas comerciales, y la cabeza atocinada de Luis XVIII era su cabeza política. «No sólo obtuvieron la caricatura del viejo Napoleón, sino al propio viejo Napoleón en caricatura»

Completamente absorbida por la producción de la riqueza y por la lucha pacífica de la concurrencia, ya no se daba cuenta de que los espectros del tiempo de los romanos habían velado su cuna. Pero, por muy poco heroica que la sociedad burguesa sea, para traerla al mundo habían sido necesarios, sin embargo, el heroísmo, la abnegación, el terror, la guerra civil y las batallas de los pueblos. Y sus gladiadores encontraron en las tradiciones clásicamente severas de la República romana los ideales y las formas artísticas, las ilusiones que necesitaban para ocultarse a sí mismos el contenido burguesamente limitado de sus luchas y mantener su pasión a la altura de la gran tragedia histórica (…)

En esas revoluciones, la resurrección de los muertos servía, pues, para glorificar las nuevas luchas y no para parodiar las antiguas, para exagerar en la fantasía la misión trazada y no para retroceder ante su cumplimiento en la realidad, para encontrar de nuevo el espíritu de la revolución y no para hacer vagar otra vez a su espectro.

En 1848-1851, no hizo más que dar vueltas el espectro de la antigua revolución, desde Marrast, le républicain en gants jaunes, que se disfrazó de viejo Bailly, hasta el aventurero que esconde sus vulgares y repugnantes rasgos bajo la férrea mascarilla de muerte de Napoleón.

Todo un pueblo que creía haberse dado un impulso acelerado por medio de una revolución, se encuentra de pronto retrotraído a una época fenecida, y para que no pueda haber engaño sobre la recaída, hacen aparecer las viejas fechas, el viejo calendario, los viejos nombres, los viejos edictos (entregados ya, desde hace largo tiempo, a la erudición de los anticuarios) y los viejos esbirros, que parecían haberse podrido desde hace mucho tiempo.

La nación se parece a aquel inglés loco de Bedlam que creía vivir en tiempo de los viejos faraones y se lamentaba diariamente de las duras faenas que tenía que ejecutar como cavador de oro en las minas de Etiopía, emparedado en aquella cárcel subterránea, con una lámpara de luz mortecina sujeta en la cabeza, detrás el guardián de los esclavos con su largo látigo y en las salidas una turbamulta de mercenarios bárbaros, incapaces de comprender a los forzados ni de entenderse entre sí porque no hablaban el mismo idioma. «¡Y todo esto -suspira el loco- me lo han impuesto a mí, a un ciudadano inglés libre, para sacar oro para los antiguos faraones!» «¡Para pagar las deudas de la familia Bonaparte!», suspira la nación francesa. El inglés, mientras estaba en uso de su razón, no podía sobreponerse a la idea fija de obtener oro. Los franceses, mientras estaban en revolución, no podían sobreponerse al recuerdo napoleónico, como demostraron las elecciones del 10 de diciembre. Ante los peligros de la revolución se sintieron atraídos por el recuerdo de las ollas de Egipto, y la respuesta fue el 2 de diciembre de 1851. No sólo obtuvieron la caricatura del viejo Napoleón, sino al propio viejo Napoleón en caricatura, tal como necesariamente tiene que aparecer a mediados del siglo XIX.

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