Hace dos meses y medio, en la olla a presión que es el régimen de los ayatolás -que lleva cuatro décadas encorsetando con su dictadura teocrática al pueblo iraní- se abrió una grieta que nadie había previsto.
Cuando la policía de la moral arrestó en septiembre a Mahsa Amini, una joven kurda de 22 años que se encontraba en Teherán visitando a unos familiares, por llevar incorrectamente colocado el hiyab, aquella chica era sólo una más. Cuando falleció en turbias circunstancias, tras haberse desplomado en comisaría, Mahsa era sólo un número de una larga y negra lista: la de las muertes no resueltas tras ser sometidas a torturas y maltrato por las fuerzas represivas clericales.
Una ejecución, insignificante para las élites, dictaba la sentencia de muerte de la República Islámica. Como suele pasar, nada indica que la próxima gota es la que va a desbordar el vaso. Pero la muerte de Mahsa Amini desató una ola de protestas que -independientemente de cómo se resuelvan- van a marcar un antes y un después en Irán. Ya nada va a volver a ser como antes.
Los oprimidos -el conjunto de las clases populares iraníes, una amplia y trasversal representación de la formación social iraní, desde las mujeres y los jóvenes, pasando por los obreros, los intelectuales y las clases medias acomodadas- ya no aceptan volver a ser dominados como hasta ahora.
Y la clase dominante y el régimen -una verdadera burguesía burocrática revestida de formas religiosas, no solamente formada por los ayatolás, sino por las fuerzas represivas de los Guardianes de la Revolución, que no sólo ocupan todos los recovecos de los aparatos del Estado, sino que monopolizan los negocios, la industria, el comercio o los servicios, gozando de un próspero nivel de vida en medio de la carestía popular- ya no puede seguir dominando como hasta ahora.
Lo que ha ocurrido desde entonces es la mayor ola de lucha, movilizaciones y protestas de toda la historia del régimen. Con las mujeres como cabeza y punta de lanza, mujeres de todas las edades -desde chiquillas de instituto a amas de casa, desde estudiantes a famosas, deportistas o actrices- quemando sus velos en público, bailando, gritando, manifestándose y luchando. Y alrededor de estas miles de mujeres, otros tantos miles de hombres, gritando todos juntos «¡Mujer, Vida, Libertad!».
Al contrario que las protestas de los últimos años un amplio abanico de sectores populares -desde obreros industriales a comerciantes, desde clases medias urbanas a habitantes del campo- piden lisa y llanamente el fin de un régimen fascista investido de formas teocráticas.
Tal es así que a pesar de la feroz represión -van cerca de 350 muertos desde septiembre y más de 15.000 detenidos, muchos de ellos en paradero desconocido-, a pesar de la crudeza de las últimas noticias que llegan (fuerzas de seguridad abriendo fuego contra pasajeros en el metro de Teherán; milicianos parapoliciales del Basij disparando a la gente en un centro comercial, matando a un niño de nueve años; el Parlamento iraní aprobando la pena de muerte para los delitos graves contra el Estado…), las protestas no sólo no aminoran, sino que diez semanas después de estallar, van a más.
Bien sabemos en España, por la historia de lucha antifranquista, que ninguna represión puede contener por mucho tiempo a un pueblo que se ha organizado para luchar por el pan, por el trabajo, por la libertad y la democracia.
No sabemos cuánto tiempo tardará en derribar al régimen de los ayatolás. No sabemos cuanta lucha y cuánta sangre costará. Pero la revolución del velo no tiene marcha atrás.