Obama heredó dos guerras. De Irak se ha retirado dejando atrás un avispero. De Afganistán promete irse en 2014, y no legará ni libertad ni prosperidad, ni siquiera paz. En su secuela paquistaní, mató a Bin Laden, pero los daños colaterales de sus aviones no tripulados dejan un alarmante rastro de resentimiento en su inestable, nuclear y estratégico aliado. En Libia, jugó un papel decisivo, pero no el de líder. Por fin, en la guerra moral –combatir el terrorismo sin los excesos de Bush–, sus logros son muy discutibles, como revela la vergüenza de Guantánamo.
Obama no ha tenido aún su guerra, pero podría no estar lejos si decide ponerse el casco de comandante en jefe. Sería un disparate, una aberración, pero no un imposible. Hay un claro enemigo: Irán; un objetivo que comparten sus aliados: frenar el supuesto designio atómico de los ayatolás; y un aliado, Israel, dispuesto a todo si EEUU le respalda, o a empujarle si se resiste.