La llegada del Estado a las zonas indígenas, tradicionales proveedoras de la mano de obra barata y temporal para la producción agroexportadora del país (azúcar y café básicamente), fue brutal. Como brutal, en general, ha sido la historia del país.
Durante la dictadura de Jorge Ubico en Guatemala, en los años 40 del siglo asado, había una ley por la que el Terrateniente que matara dentro de su propiedad a cualquier empleado «rebelde» no tenía consecuencias penales. Esa cultura de la impunidad rige en el país prácticamente desde su fundación, y al día de hoy nada indica que esté por desaparecer. Para ejemplo: recién hace apenas unos pocos años se suprimió una ley por la que el varón violador de una mujer quedaba libre de culpa y cargo si se casaba con la ofendida, siempre que ella fuera mayor de edad. Es decir: la impunidad define la vida cotidiana.El Estado,no sólo ha permitido históricamente esa situación de violación a los derechos mínimos y fundamentales de la población (en general, población indígena) sino que la legitima. El Estado ha sido, y continúa siendo, débil, ausente en muchos casos. Buena parte del territorio nacional ni siquiera contó con su presencia sino hasta las últimas décadas del pasado siglo, momento en que el Estado llega al grueso de la población, pero no para llevar servicios básicos -caminos de penetración, escuelas, centros de salud, planes de desarrollo agrario, pongamos como ejemplo- sino que llega como represión.Fue el ejército, en su estrategia contrainsurgente, el que «peinó» esas zonas inhóspitas, con una visión capitalina y hablando español (en Guatemala se hablan 22 idiomas mayas, y en los territorios a los que nos referimos el español no es la lengua principal). El Estado tuvo presencia en toda la geografía nacional prácticamente como terrorismo de Estado, masacres mediante (se tienen registradas más de 600).Esa llegada del Estado a las zonas indígenas, tradicionales proveedoras de la mano de obra barata y temporal para la producción agroexportadora del país (azúcar y café básicamente), fue brutal. Como brutal, en general, ha sido la historia del país. La violencia, la impunidad y el autoritarismo prefiguran la historia y la fisonomía misma de esta sociedad. Tan violenta es que, durante la guerra contrainsurgente del pasado siglo entre 1960 y 1996, murieron 200.000 personas (indígenas fundamentalmente) y desaparecieron cerca de 50.000 -la represión más furibunda de todas las guerras sucias de Latinoamérica durante los años de Guerra Fría-, sin que luego hubiera un solo responsable por el genocidio acaecido. Como dice una popular ranchera, muy cantada en Guatemala: ahí «la vida no vale nada». Menos aún si es la de un indígena.hace más de una década terminó la segunda guerra más prolongada de todo el continente, luego de la de Colombia, pero el país, lejos de encaminarse hacia la paz, vive en continuo sobresalto. En estos momentos -dicho con cifras concretas en la mano- la situación en términos de seguridad está peor que durante los años del conflicto armado.Hoy por hoy, sin estar atravesando técnicamente un conflicto bélico, se registra un promedio diario de 20 muertes violentas. La cantidad de armas de fuego diseminadas en la sociedad (entre legales e ilegales) supera las que había durante la guerra interna, a lo que hay que agregar la cantidad de policías privados que saturan todo espacio imaginable, desde un banco hasta una tienda de barrio o una peluquería, desde la entrada a un colegio privado hasta cada vez más barrios de las ciudades, siempre cerrados como fortalezas militares con alambradas de púas y barrotes en cada ventana, habiendo en este momento un 600% más que agentes de la Policía Nacional. Según datos de los propios organismos de justicia, en un 98% de los casos de asesinatos que se registran, no hay condena penal. Es decir: campea la impunidad más descarnada.El sistema judicial no funciona y cualquiera puede ser víctima de un hecho delictivo sin que se registren castigos por el mismo. Se vive un clima de inseguridad tan grande, en buena medida manipulado y «vendido» por los medios masivos de comunicación, que eso invisibiliza otros problemas de la realidad social: la pobreza crónica, la injusticia de base. El dilema que se le plantea día a día a cada ciudadano común es si no será víctima de la delincuencia que pareciera barrer todo. Sobrevivir la cotidianeidad, ya no por la pobreza sino por la situación de violencia desatada, es una verdadera aventura.Aunque tanta violencia, y más aún: tanta impunidad, tienen causas concretas. Ciertos sectores con creciente poder económico, y por tanto político, se favorecen de este clima de descontrol generalizado. Desde la asunción del actual presidente, Álvaro Colom .Los sectores oligárquicos tradicionales, tan beneficiados de la impunidad histórica como estos nuevos actores ligados al crimen organizado surgidos de la post guerra, hoy por hoy no tienen un protagonismo decisivo ante la ola de delincuencia que barre el país. En cierta forma, también la padecen, la denuncian, por supuesto, y claman por terminar con ella, como claman todos los sectores. De algún modo puede decirse que el crimen organizado es una nueva oligarquía, con su espacio propio. Se desató el demonio (durante la guerra contrainsurgente), y ahora no hay como volverlo a su estado anterior.El Estado represivo que se generó durante los largos años de guerra interna ya no existe el día de hoy con aquellas características, pero algunos de quienes lo hicieron funcionar siguen manejando considerables cuotas de poder, en algunos casos a la sombra de esa estructura estatal, habiéndose hecho cargo de rentables negocios ilegales (narcotráfico, contrabando) con los mismos criterios de militarización de años atrás.El crimen organizado actual nace de aquella época, habiéndose autonomizado hoy día, siendo un nuevo poder en sí mismo, con presencia económica, política y sin dudas, aunque aún en escasa medida: militar. Y fundamentalmente, en el sistema judicial, que destaca por su particular inoperancia, lo cual lleva a pensar que no se trata ahí de una debilidad técnica sino de un plan bien trazado.Si los acuerdos de paz firmados en 1996 se consideraron una opción clave para combatir la violencia y la impunidad históricas del país, el cumplimiento lento y parcial que han tenido refuerza las condiciones para el actual clima de violencia general y de impunidad, afectando así la convivencia social y permitiendo esa criminalidad que, como machaca insistentemente la prensa: «nos tiene de rodillas».Desarmar la impunidad es volver a generar una cultura de respeto a las leyes, al estado de derecho. Lo cual, hoy por hoy, se ve como bastante lejano.Nunca más oportuno que ahora aquello de «a río revuelto, ganancia de pescadores». Lo trágico es que lo que está en juego son vidas humanas.