El detonante de este terremoto político en Washington no son las escuchas de la trama rusa… sino las “conversaciones ucranianas”.
La presidenta del Congreso de EEUU, la demócrata Nancy Pelosi, ha anunciado que la Cámara de Representantes abre formalmente el juicio político o «impeachment» contra el presidente, Donald Trump. El enfrentamiento entre las dos fracciones dentro de la clase dominante norteamericana, que durante el gobierno de Trump se ha hecho más aguda y ruidosa, cruza un Rubicón que no se había traspasado desde 1973, cuando el escándalo Watergate acabó con la dimisión de Nixon.
El pasado mes de julio, Donald Trump telefoneó al presidente de Ucrania, Volodymyr Zelenski. La Casa Blanca aún no ha hecho pública la grabación, pero una denuncia de un funcionario de inteligencia estadounidense revelada por el Wall Street Journal afirma que en la llamada, Trump llegó a pedir (más bien a coaccionar) a Zelenski hasta en ocho ocasiones que colaborara con su abogado personal (el exalcalde de Nueva York Rudy Giuliani) para investigar por supuesta corrupción a Hunter Biden, hijo del vicepresidente de Obama, Joe Biden, que se perfila como su principal rival demócrata en las próximas elecciones presidenciales.
El Washington Post ha añadido más leña al fuego, al publicar que Trump ordenó a su jefe de Gabinete, Mick Mulvaney, bloquear pagos de casi 400 millones de dólares a Ucrania antes de hablar con Zelenski. El funcionario de inteligencia (de momento anónimo) denunciante ha dicho estar dispuesto a comparecer en la Cámara de Representantes.
La acusación que motiva la apertura del impeachment es la misma que no llegó a cuajar en el «Rusiagate». Las presiones e injerencias de la Casa Blanca en los asuntos de ese país o contra naciones extranjeras son perfectamente legales en la Constitución norteamericana. Pero es ilegal que un presidente norteamericano acepte ayudas de países extranjeros contra rivales políticos, en este caso Joe Biden. Y es igualmente ilegal que un presidente presione a un líder extranjero para perjudicar a sus oponentes de Washington.
Aún es muy pronto para saber cuál será el desenlace de este proceso, pero se trata de un «botón rojo» en las altas esferas de Washington que puede acabar con la destitución de Trump, y que se produce en un momento convulso, en el que la política exterior de Trump -que parece estar pasando por varios reajustes en frentes como Irán, Afganistán o Venezuela- sigue impulsando una guerra comercial con China que está sumiendo a la economía mundial en las puertas de una recesión.
Dos fracciones de clase, dos líneas enfrentadas
Se abre una batalla política de incierto desenlace en el seno de la superpotencia, pero que tiene hondas raíces. Las condiciones creadas en el convulso periodo de transición entre el declinante orden mundial unipolar norteamericano y el naciente orden multipolar, han agudizado la histórica división en el seno de la clase dominante norteamericana en torno a cómo gestionar su hegemonía, en concreto en torno a cómo abordar tanto el ocaso imperial como la emergencia de nuevos centros de poder como China, Rusia o India, que aspiran a tratarse como iguales con Washington.
La línea representada por las presidencias de Clinton u Obama aspira a gestionar el declive de tal forma que la inevitable transición hacia un mundo multipolar se produzca de una manera suave y no traumática. Y dé como resultado una especie de hegemonía consensuada, de múltiples socios en la que, a cambio de ceder y compartir poder mundial, se preserve el liderazgo norteamericano, ocupando el papel de “primus inter pares”, el primero entre los iguales.
La línea representada por las presidencias de G.W. Bush o ahora Trump pretende hacer valer en primera instancia su superioridad militar, contener bajo formas agresivas la emergencia de sus rivales, especialmente China, e imponer una recategorización en los Estados considerados “vasallos” en base a su supeditación a los intereses y mandatos norteamericanos.
Con la llegada de Trump a la Casa Blanca esta división se ha agudizado. Al tradicional enfrentamiento con los demócratas se une la animadversión de una buena parte de la plana mayor republicana. Y se ha manifestado incluso en el seno del gobierno Trump, con un rosario de dimisiones y defenestraciones entre los que se encuentran cuadros vinculados a importantes círculos de poder de la clase dominante norteamericana -como el exsecretario de Estado, Rex Tillerson, CEO de Exxon Mobil- o de aparatos de Estado decisivos, como el general James Mattis, ex secretario de Defensa.
La división y el enfrentamiento en el seno de la clase dominante norteamericana ha dado un salto cualitativo, pasando de realizarse entre sus representantes políticos -republicanos vs. demócratas- a darse y exhibirse públicamente en los principales aparatos del Estado. Que la principal fuente de acusaciones del Rusiagate viniera de las investigaciones del FBI o del fiscal especial Robert Mueller, o que la «garganta profunda» de las escuchas ucranianas forme parte de los aparatos de inteligencia es buena prueba de ello.
Esta batalla interna -que si el impeachment prospera, va a volverse aún más aguda- afecta a la gestión de la hegemonía norteamericana. Y llega en un momento en el que, a pesar de que EEUU no está inmerso en un conflicto militar de envergadura (Trump los ha rehuido hasta el momento, a pesar de fortalecer notablemente el poder militar del Pentágono) la superpotencia se halla en medio de ofensivas importantes en política internacional
La línea Trump lleva años manteniendo un cada vez más violento pulso comercial con China que desestabiliza la economía mundial, al tiempo que levanta un cerco militar contra Pekín en Asia-Pacífico; elevando la tensión en Oriente Medio para obligar a Irán a llegar a un nuevo pacto nuclear; mirando hacia un Ártico cada vez más importante geopolíticamente en el que Rusia le lleva la delantera; sacudiendo a una Europa cada vez más degradada y descosida en sus tensiones internas; impulsando sin cesar la desestabilización de los gobiernos antihegemonistas de América Latina…
El desenlace de la batalla que ahora parece abrirse, dado que afecta al principal centro de poder del planeta, una superpotencia que interviene en todo el mundo, va tener hondas consecuencias en todo el globo.
La línea Trump tiene sólidos apoyos
A pesar de la envergadura y la importancia del órdago lanzado por sus oponentes demócratas -que representan a importantes sectores de la burguesía monopolista estadounidense opuestos a la actual gestión de EEUU- no es menos cierto que la línea Trump ha demostrado tener sólidos cimientos, firmes apoyos entre poderosísimos sectores de la clase dominante.
Trump ha contado con el respaldo y beneplácito especialmente de los grandes bancos de Wall Street, nódulo principal del poder financiero, del grueso de los monopolios del complejo militar-industrial -la mayor concentración de capital del mundo- así como de importantes sectores de los aparatos de Estado. Por no decir que cuenta con una base social de votantes que -aunque minoritaria en la sociedad norteamericana- nunca baja del entorno del 40% de estadounidenses.
El republicano ha salido airoso de otros embates de sus oponentes en las altas esferas de Washington, y ha sabido mantener la iniciativa y el pulso firme a pesar de todo.
Sus enemigos del impeachment han cruzado el Rubicón. Pero el resultado de esta batalla decisiva en la cabeza del Imperio es aún incierto. Al contrario que con Julio César, la suerte de Trump dista mucho de estar echada.