A veces las imágenes gritan balances que ni todos los párrafos que se hayan escrito son capaces de concentrar. Porque las imágenes no nos hablan de un repliegue por conveniencia del Imperio, sino de una derrota en toda regla. Washington -como ya le ocurrió a Moscú- se va de Afganistán “con el rabo entre las piernas”.
Septiembre de 2001. Con la mano izquierda en el hombro de un bombero, y con la derecha en un megáfono, sobre el montón de escombros aún humeante de las ruinas del World Trade Center, el presidente norteamericano George W. Bush clama venganza ante las cámaras. «Nuestro país es pacífico», dijo, «pero puede resultar feroz cuando se le ataca». “No importa en qué montañas se escondan los autores de este ataque. Los encontraremos”.
Semanas después, el 7 de octubre de 2001, esa «pacífica superpotencia» iniciaba la invasión de Afganistán para -nos dijeron- encontrar y destruir a los terroristas de Al Qaeda y a su líder, Osama Bin Laden, y derribar el régimen de los talibanes que les daba cobertura. Unos meses después -como también hizo sobre un portaaviones para anunciar la «Misión Cumplida» en Irak- G.W. Bush daba por «liquidados» a los talibanes y por finalizada la tarea en Afganistán.
Agosto de 2021. Una muchedumbre aterrorizada -miles de hombres, mujeres y niños- atestan la pista de aterrizaje del aeropuerto de Kabul. Muchos tratan de subir como sea a un avión militar de la US Air Force en pleno despegue. Los disparos de advertencia de los marines no significan para ellos más que una millonésima parte del terror del que tratan de escapar. Algunos se quedan aferrados al tren de aterrizaje y caen después en pleno vuelo. Muchas más imágenes como estas están encogiendo los corazones de todo el planeta.
Veinte años después y tras la guerra más larga que nunca haya emprendido la superpotencia norteamericana -con más de 2.400 militares estadounidenses caídos en combate y 2,6 billones de dólares gastados en vano, con 66.000 militares y policías afganos, 47.245 civiles y 444 trabajadores humanitarios asesinados, con más de 6 millones de refugiados afganos repartidos por Irán, Pakistán, Siria o Turquía, con miles de toneladas de explosivos lanzados y el país en ruinas- se certifica el título de Afganistán como el “cementerio de imperios”. Ante la retirada de las tropas de la OTAN, los talibanes han tomado el control de casi todo el país a una velocidad pasmosa.
Pero hay un par de imágenes más que también nos pueden ayudar a comprender la honda significación de lo que está ocurriendo. Una es de estos días, con el actual presidente norteamericano, Joe Biden, justificando la salida de las tropas de EEUU de Afganistán, unas palabras que suenan a excusa. «Los estadounidenses no pueden ni deben luchar o morir en una guerra que los afganos no están dispuestos a luchar por sí mismos», dijo desde la Casa Blanca. «Me mantengo completamente firme con mi decisión», aseguró.
Pero más reveladora es la imagen de hace cuatro años, en febrero de 2017, cuando un Donald Trump al inicio de su presidencia anunciaba un aumento récord del presupuesto del Pentágono. “Tenemos que empezar a ganar guerras otra vez”, advirtió en tono irascible. «Antes decíamos que Estados Unidos jamás perdía una guerra, ahora no ganamos ninguna. Llevamos 17 años luchando en Oriente Próximo, hemos gastado allí seis billones de dólares y estamos peor que nunca. Es inaceptable”, dijo entonces Trump.
«¿Ninguna guerra?» Podríamos repreguntarle. «No, confirmado. Ninguna», podrían responder desde Afganistán.