«No acepte imitaciones, busque sólo el original». La ultraderecha brasileña parece inmune a este eslogan. El 8 de enero del 2023 ha sido un descarado plagio del tumultuario asalto al Capitolio del 6 de enero de 2021, perpetrado por miles de seguidores de Donald Trump. Los estrafalarios disfraces de bisonte han sido sustituidos por camisetas de la selección brasileña, pero por lo demás no han tenido inconveniente en hacer un «remake» de un guion made in USA.
Pocos episodios pueden ilustrar mejor las miserias de la extrema derecha no sólo brasileña, sino latinoamericana. Detrás de cada gorila golpista del continente hay un hilo verde dólar que le vincula a los centros de poder del hegemonismo norteamericano.
Cada vez que Bolsonaro oye como su propio ídolo -enfundado de su gorra roja MAGA- se refiere a él elogiosamente como «el Trump tropical», en el rostro del ultraderechista se esboza una sonrisa. Si tuviera rabo, lo movería con el mismo entusiasmo con que un perro recibe un hueso, o una galleta de pienso, de su amo.
Porque efectivamente, Jair Bolsonaro es un «Trump de imitación». No es una comparación baladí, o un titular efectista. Expresa un vínculo de clase más que real: el que une a los sectores más reaccionarios de la clase dominante brasileña, que han respaldado las presidencias de Temer y el ultraderechista, con los círculos de poder más agresivos del hegemonismo estadounidense.
Desde muchos meses antes de las elecciones presidenciales del 3 de noviembre de 2020, y viendo lo ajustado del resultado que mostraban las encuestas, el entonces presidente norteamericano Donald Trump se dedicó a lanzar dudas sobre el sistema electoral de EEUU, y particularmente sobre el sistema de voto por correo. Negándose a responder a los periodistas cuando éstos le preguntaban si aceptaría un resultado adverso.
Copiando este guión, Bolsonaro se pasó meses poniendo en duda la seguridad de las urnas electrónicas en Brasil -las mismas que le dieron la victoria en 2018, y varios triunfos más en varias elecciones regionales- afirmando, sin presentar prueba alguna, que eran vulnerables al fraude y que los partidarios de Lula da Silva iban a amañar los comicios.
Como en EEUU, donde la comisión de la Cámara de Representantes que investiga el asalto al Capitolio ha encontrado toneladas de pruebas que indican que -más allá de cualquier duda razonable- «6 de enero no habría ocurrido sin Trump», y que expresidente alentó, protegió y justificó el intento de golpe de Estado en EEUU, en Brasil nadie puede negar ya la total responsabilidad de un Bolsonaro que ha lanzado una y otra vez mensajes y discursos llamando a sus seguidores a subvertir el resultado de las urnas. “Hay tres alternativas para mí: la cárcel, la muerte o la victoria. Díganles a esos bastardos que nunca seré apresado”, llegó a decir, delante de decenas de miles de partidarios, poco antes de perder las elecciones.
Como en EEUU, las tóxicas y demagógicas insinuaciones de «fraude electoral» encontraron agarre entre el electorado bolsonarista. Según el New York Times, un 75% de sus partidarios (y esa proporción equivale a más de 30 millones de brasileños) dijeron que tenían “poco” o ninguna confianza en los sistemas de votación. “Lo único que puede quitarle la victoria a Bolsonaro es el fraude”, dijo uno de ellos al Times en Sao Paulo. “Si quieres la paz, a veces tienes que prepararte para la guerra”.
Seguramente es un porcentaje mucho menor de seguidores de Bolsonaro los que están dispuestos a pasar de las teorías de la conspiración a los hechos golpistas que hemos visto este 8 de enero. Pero un 1% de 58 millones de votantes de Bolsonaro equivale a más de medio millón de radicales dispuestos a derribar violentamente el orden constitucional y al gobierno legítimo de Lula.
Los seguidores más fanáticamente fascistas de Bolsonaro hace ya mucho que han cruzado la frontera entre las palabras y los hechos. La campaña electoral ha estado salpicada de ataques violentos, de intimidaciones fascistas, y hasta de varios crímenes y asesinatos por parte de los seguidores del actual presidente. El más notorio, el asesinato -en su propio cumpleaños- del tesorero del PT a manos de un ultraderechista, que antes de vaciar el cargador gritó: “¡aquí somos de Bolsonaro, hijos de puta!”.
Los tentáculos del bolsonarismo no sólo están entre los ciudadanos de a pie, sino entre la policía, la policía militar y el Ejército, de donde él mismo procede. En sus cuatro años de mandato, Bolsonaro ha colocado a miles de militares «de su cuerda» a dirigir distintas ramas de la admnistración. Y eso son muchos estómagos agradecidos, y muchas cartucheras.
Pero los hilos más ocultos y peligrosos de la extrema derecha de Bolsonaro, y de las cloacas más oscuras de los aparatos de Estado brasileñas… son las que se conectan con los centros de poder de EEUU.
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Una ultraderecha congénitamente proyanqui
Es cierto -y es una buena noticia- que el actual presidente norteamericano Joe Biden ha calificado de «indignante» el intento de golpe de Estado en Brasil, y que ha mostrado públicamente todo su apoyo al gobierno de Lula da Silva. Dada la agudísima contradicción que recorre la política interna norteamericana -donde los sectores más extremistas del partido republicano no reconocen la legitimidad del resultado electoral de 2020 y han sobrepasado a Trump por la derecha, tratando de sabotear el nombramiento de Kevin McCarthy, el candidato oficial de los conservadores a presidir el Congreso que hasta el neoyorquino había avalado- posiblemente la Casa Blanca no podía decir otra cosa.
Pero nadie puede negar a estas alturas las tupidas y abigarradas conexiones -ideológicas, políticas, mediáticas y económicas- de los sectores de clase más reaccionarios y «trumpistas» de la burguesía monopolista norteamericana -nucleados en torno a nódulos como la Conservative Political Action Conference (CPAC)- y los partidos y líderes más ultras, más abiertamente fascistas y partidarios de los golpes de Estado «duros» o «blandos» para reconducir los destinos de una Hispanoamérica donde los pueblos no paran de asestar golpes a las oligarquías criollas y al Imperio, conquistando victorias electorales y dando sonoros giros a la izquierda.
Bolsonaro es probablemente el más conocido de los “Trump tropicales”, pero hay muchos más cachorros de la CPAC, igualmente vinculados a lo más reaccionario de Washington, al departamento de Estado o -por supuesto- a la CIA: José Kast en Chile, Keiko Fujimori en Perú, Javier Milei en Argentina, o el recientemente detenido gobernador de Santa Cruz en Bolivia, Luis Fernando Camacho, uno de las cabezas del golpe de Estado contra Evo Morales en 2019. Solo por citar a unos pocos.
Estos son -como Bolsonaro- las crías de la serpiente, los vástagos más reaccionarios y ultras de la intervención hegemonista en el continente. Estos son los «Trump de corta y pega».