El expresidente de Brasil e histórico líder del Partido de los Trabajadores, Lula da Silva, ha sido condenado este miércoles por un tribunal de primera instancia a nueve años y medio de cárcel por su implicación en la red de corrupción de Petrobras.
La sentencia se produce en un momento de turbulencia reconducción política en Brasil, diez meses después de que un juicio político parlamentario -el impeachment- apartara del poder a Dilma Roussef y aupara a Michel Temer al Palacio de Planalto, un presidente que se ha ganado una inmensa impopularidad tras casi un año de ataques a las clases populares. Lula es el favorito de cara a las inminentes elecciones de 2018, según los sondeos, y ni la oligarquía carioca ni el hegemonismo norteamericano tienen un candidato que pueda hacer sombra a su popularidad.
La sentencia ha sido dictada por el juez Sergio Moro -el mismo magistrado responsable de la detención televisada de Lula cuando no era más que un testigo- responsable de las investigaciones sobre la trama de corrupción destapada en el seno de la petrolera estatal, que ha hallado a Lula da Silva culpable de los delitos de corrupción pasiva y blanqueo de capitales, informa EFE.
Más allá de lo cierto o no de las acusaciones de una justicia brasileña convertida en un arma para destituir presidentes y reconducir gobiernos, no puede entenderse la grave crisis que vive Brasil desde hace dos años sin partir de la ofensiva general del imperialismo norteamericano en toda América Latina, a través de los llamados ‘golpes blandos’, para erosionar gobiernos antihegemonistas del continente y provocar su caída. Primero fué el kirchnerismo en Argentina para colocar a un Macri que ha entregado el país al capital extranjero; luego el impeachment contra Rousseff para poner a un Temer que ha dinamitado las políticas redistributivas y soberanistas de una potencia económica como Brasil; y ahora la grave crisis política en Venezuela, que lleva rumbo de degenerar en un conflicto civil aún más sangriento.
En todas partes se repite el mismo patrón: la utilización profusa y continua de los aparatos de ‘poder blando’ -medios de comunicación, oposición, tribunales…- junto a movilizaciones continuas de la «sociedad civil» para crear un malestar generalizado que erosione y acabe derribando los gobiernos opuestos al dominio norteamericano.
Pero el impeachment golpista de Brasil ha revelado los límites y deficiencias del ‘golpe blando’, producto de la ansiedad estratégica del Imperio por abalanzarse sobre las fuentes de riqueza de los países que vuelven a estar bajo su control. Por un lado -como en el caso de Macri- instalando en el poder a un gobierno descaradamente proyanqui y prooligárquico, obscenamente antipopular y opresivo, que se ha lanzado a degradar las condiciones de vida y de trabajo de las masas cariocas, haciendo que su popularidad caiga en picado. Y por otra parte una izquierda brasileña -encabezada por el PT pero mucho más amplia en lo político y lo social- que se ha unido, reorganizado y fortalecido en estos meses de lucha contra Temer, protagonizando intensos estallidos de lucha popular y movilizaciones y huelgas generales rotundamente masivas. La batalla por Brasil está lejos de haber sido ganada por el hegemonismo y la oligarquía.
En esta situación, un Temer en la cuerda floja y un Lula ascendiendo galopantemente en las encuestas y postulándose como el claro favorito para las presidenciales del 2018, era un rumbo que para la embajada yanqui y las cloacas del Estado brasileño era necesario enderezar… con un golpe brusco de timón: Lula debe ir a la cárcel.
Comienza así una nueva entrega del golpe blando en Brasil. Pero no se vayan todavía, el pueblo y la izquierda carioca no han dicho -ni mucho menos- su última palabra.