Cada día está más claro. Lo que se dirime en Cataluña apenas tiene nada que ver con un referéndum, o consulta, o votación sobre la independencia. Obedece, al contrario, al intento de Artur Mas de mantenerse en la presidencia de la Generalitat, ganando tiempo. Propósito que, para materializarse, exige colocar toda una serie de piezas en un tablero que fragüe el escenario electoral más conveniente: el mayor victimismo posible; la selección de la fecha más adecuada para hacer olvidar el caso Pujol y otras desgracias; la permanente ocupación del espacio político-mediático. El problema es que algunas de las piezas son contradictorias entre sí. Taponar los asuntos de la familia del expresidente Jordi Pujol, por ejemplo, exigiría unos plazos largos que casan mal con la necesidad inmediata de excitar las expectativas y el ánimo del segmento de población más radicalizada.
La feracidad imaginativa de Mas y su equipo va revelándose casi infinita (ayer pasó de la “unidad política” de los soberanistas a su pretendida “unidad técnica”). Infinita al menos para sortear la legalidad, colocarse en un limbo jurídico y hacerse irresponsable de una estrategia carente de responsabilidad: lo es actuar como “adversario” del Estado que representa, en vez de acumular fuerzas y argumentos para convencerlo —pese a la extrema dificultad de lograrlo con este Gobierno—, a imagen de lo que logró en Escocia Alex Salmond: celebrar un referéndum pactado, legal e incontestable. Si esta imaginación se aplicase a la tarea cotidiana de gobernar, seguro que los catalanes vivirían mejor, su economía arrastraría aún más la del conjunto y todos los españoles saldrían ganando. No perderían el tiempo en simulacros. Pero no es el caso.
La aireada unidad de los soberanistas pierde bajo Mas cada día algún elemento. El de ayer rozó el sainete, cuando la CUP desmintió un pacto con el Gobierno autónomo aireado como clavo ardiendo por su portavoz, Francesc Homs, para la celebración del evento festivo del 9-N. La reciente ansiedad de algunos partidos para asociarse a la hoja de ruta del presidente de la Generalitat empieza a trocarse en un rápido distanciamiento, incluso fuga, de los movimientos tácticos del presidente de CiU, que es la misma persona pero utiliza una función al servicio de la otra.
El fenómeno afecta incluso a los socios de siempre, los democristianos de Unió. Y la complicidad de las organizaciones cívicas asociadas presiona al president para que se someta a crecientes peajes, como el de acelerar las elecciones, que está dispuesto a anunciar cuando y si el Gobierno de Rajoy comete el error de prohibir una convocatoria por el momento formalmente inexistente. Mucho más aleccionador resultará que se verifique lo que da de sí tan singular invento: en ausencia de registro previo, los entusiastas independentistas podrían depositar su voto cuantas veces deseen.