La Cumbre del G20 ha reunido en Bali (Indonesia) a los jefes de Estado y de gobierno de los países más poderosos del mundo. Sus economías sumadas constituyen el 90% del PIB mundial, el 80% del comercio global y dos tercios de la población del planeta.
Este decisivo foro se realiza en medio de fuertes tensiones internacionales, principalmente a costa de la guerra de Ucrania. Pero aunque los factores de confrontación siguen siendo tan potentes como estructurales, Bali ha sido sin embargo el escenario de una cierta distensión entre las principales potencias, lo cual no deja de ser una buena noticia.
Desde 1999, el Grupo de los 20 -que incluye a Alemania, Arabia Saudita, Argentina, Australia, Brasil, Canadá, China, Corea del Sur, Estados Unidos, Francia, India, Indonesia, Italia, Japón, México, Rusia, Reino Unido, Sudáfrica, Turquía y España (que es un invitado permanente)- viene reuniéndose anualmente para discutir sobre problemas económicos y sociales de carácter global.
El resultado de la cumbre de Bali es contradictorio. Porque, aunque estuvo marcada por incidentes como la caída de misiles sobre Polonia -un suceso que durante algunas horas hizo temer por una escalada de tensión entre Rusia y la OTAN- también ha permitido que los presidentes de EEUU y China, Biden y Xi Jinping, sostengan un primer encuentro bilateral, rebajando un tono diplomático que viene estando muy crispado en los últimos meses.
Misiles sobre Polonia… y una llamada a la calma
Tal y como se esperaba, a la Cumbre de Bali no asistió Vladimir Putin, sino el resabiado titular de Exteriores ruso, Serguei Lavrov. Al contrario de lo que hizo en la reunión del Consejo de Seguridad de la ONU en septiembre, no se levantó cuando terminó su discurso, dejando a los demás con la palabra en la boca. Lavrov aguantó el chaparrón de duras críticas de la mayor parte de líderes de la Cumbre, alineados con EEUU, incluido a Zelenski hablando por videoconferencia.
Sin embargo, la guerra siguió siendo una de las protagonistas de la Cumbre. Nada más abandonar la cumbre Lavrov, llegaron noticias de Ucrania: más de cien proyectiles habían impactado por todo el país, destruyendo infraestructuras eléctricas y dejando sin luz (y a merced del intenso frio) a millones de civiles. Pero el sobresalto llegó al saberse que misiles «de fabricación soviética» habían alcanzado territorio polaco -miembro de la OTAN- matando a dos ciudadanos.
Rápidamente se organizó un «gabinete de crisis» de EEUU con sus principales aliados de la OTAN, en el que se estableció una consigna: cautela. Rusia fue la primera en asegurar que los proyectiles de Polonia no eran suyos, y la investigación preliminar de Varsovia y Washington no tardó en confirmarlo: se trataba de proyectiles ucranios, seguramente misiles antiaéreos que habían errado su objetivo, cayendo accidentalmente sobre Polonia.
Este incidente ha servido para escenificar algo que ya se ha venido percibiendo: la guerra de Ucrania se alarga, prolongando su efecto negativo sobre la economía mundial. Y aunque ni Rusia afloja en sus bombardeos, ni Kiev renuncia a liberar su territorio invadido, ni la OTAN deja de suministrar armamento sofisticado, hay señales de cansancio entre las clases dominantes, tanto en Washington como en los países europeos. Y sobre todo, se busca evitar una escalada que añada temperatura a un escenario ya de por sí volátil.
Una declaración de mínimos
Esta voluntad de frenar la escalada y de aliviar las tensiones se ha puesto de manifiesto en la declaración final del G20, consensuada entre los que -como EEUU y sus aliados- condenan sin paliativos la invasión de Ucrania y aquellos que -como China o India, pero también Turquía, Brasil o México- tienen posiciones intermedias, eludiendo la denuncia frontal a Moscú, pero distanciándose cada vez más de ella.
Por eso, aunque el comunicado final del G20 dice que «la mayoría de los miembros condenamos firmemente la guerra en Ucrania y subrayamos que está causando un inmenso sufrimiento humano y exacerbando las fragilidades existentes en la economía mundial», también menciona que «hubo otros puntos de vista y diferentes evaluaciones de la situación y las sanciones».
En la Cumbre de Bali se pudo percibir cómo los dos principales aliados de Putin -China e India- están cada vez más inquietos con respecto a la invasión de Ucrania. Aunque se posicionó en contra de las sanciones contra Moscú, Xi Jinping criticó la instrumentalización de productos alimenticios y la energía con fines geopolíticos, una declaración implícitamente contraria a Rusia. Y Narendra Modi, primer ministro de la India, resaltó la ruptura de las cadenas de suministro globales e insistió en que es necesario regresar al camino de la diplomacia y del alto el fuego en la guerra de Ucrania.
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Encuentros entre enemigos
Las jornadas del G20 han servido para que se celebren diversos encuentros que contribuyen -al menos coyunturalmente- a serenar el panorama internacional.
Por ejemplo, las dos reuniones mantenidas por Xi Jinping con los líderes de Corea del Sur (con la que ha decidido firmar un tratado de libre comercio) y especialmente con Australia, que ha servido para mejorar unas relaciones tensas tras el establecimiento hace unos meses de la alianza militar Aukus, en la que Alberta decidió romper sus relaciones comerciales con China para pasar a enrolarse en el cerco militar norteamericano contra el gigante asiático.
Pero sin duda y con mucho, la reunión más importante de todas ha tenido lugar entre Biden y Xi Jinping. Se trata del primer encuentro presencial desde que Biden llegó a la Casa Blanca, y se produce en unos momentos en que las relaciones sino-norteamericanas están en caída libre, especialmente después de que este verano la presidenta de la Cámara de Representantes, Nancy Pelosi, visitara Taiwán. La ruptura del principio de «Una Sola China» -iniciado por Trump pero continuado por Biden- es para Pekín una línea roja intolerable.
El positivo tono de distensión no debe despistar a nadie. Por debajo de la mesa el antagonismo sigue ahí.
«Creo firmemente que no tiene por qué haber otra Guerra Fría. EEUU y China pueden gestionar sus diferencias, evitar que la competición se convierta en conflicto, y buscar maneras de trabajar juntos en cuestiones globales urgentes que requieren nuestra cooperación mutua”, dijo Biden al acabar el encuentro. «Necesitamos establecer el rumbo correcto para las relaciones bilaterales y ponerlas en una trayectoria ascendente”, añadió Xi Jinping.
Un positivo tono de distensión que no debe despistar a nadie. El ascenso de China es el principal problema geoestratégico para el hegemonismo norteamericano, y tratar de contenerlo (por medios económicos, políticos o militares) es el objetivo número uno de cualquier inquilino de la Casa Blanca. Biden ha mantenido el hostigamiento que Trump desplegó hacia Pekín, y le ha dado mayor profundidad estratégica armando un frente de aliados contra China, que van desde una OTAN que ha designado al gigante asiático como «oponente sistémico» por encima de Rusia, a las alianzas Aukus o Quad para reforzar el cerco militar antichino en Asia-Pacífico.
La cumbre del G20 ha sido el escenario de cierta distensión. Pero -por debajo de la mesa- el antagonismo sigue ahí.