Los ciudadanos franceses miran con estupor y zozobra a su país estos días.
Desde que comenzó septiembre, en Francia ha caído un gobierno -el de Bayrou, que exigía recortes sociales de 44.000 millones de euros-, ha intentado arrancar otro (el de Lecornu) manteniendo la misma agenda de ajustes, y no lo ha logrado, ante una intensa ola de huelgas y protestas populares. El propio Lecornu I ha dimitido… para ser nombrado pocas horas después, de nuevo, como primer ministro, por Macron.
A esta situación ingobernable, a este endiablado laberinto político, se suma ahora la imagen de un presidente -Nicolás Sarkozy, inquilino del Elíseo de 2007 a 2012- entre rejas, condenado a cinco años de prisión por conspiración criminal y asociación ilícita en el caso de la financiación ilegal -por fondos no declarados de la Libia de Gadaffi- de su campaña presidencial de 2007, y que además tiene aún un par de casos de corrupción pendientes.
Y por si no fuera poco, a este cuadro de Delacroix se añade el vergonzoso robo de las joyas de la corona de Napoleón en las mismísimas narices del museo del Louvre.
La sensación, el sentir, el pulso del ánimo público, no sólo es de perplejidad. Es de decadencia. De caos, incluso de vergüenza nacional.
Esto no tendría mayor importancia -un mal año lo tiene cualquiera- si no fuera por el contexto geopolítico. Si no fuera porque hay quien, dentro y fuera de Francia, busca pescar en el rio revuelto de una Francia siempre agitada y hastiada hasta el límite de sus enarcas: la extrema derecha francesa -la Rassemblement National de Le Pen- que no deja de subir en las encuestas (un 47% de franceses consideran que es «capaz de gobernar el país»), con sus conexiones tanto con el trumpismo en EEUU como con la Rusia imperialista de Putin.
Por eso, más allá del natural desdén que se tenga hacia Macron, la situación es peligrosa. El ingobernable laberinto en el que se ha convertido Francia alberga monstruos… tan abominables como el minotauro.

