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Fracaso parlamentario

Como estaba previsto, las consultas del Rey con los partidos polí­ticos solo han podido constatar el fracaso de cualquier solución posible de gobierno a partir de la actual composición del Congreso. Los partidos, que se acusan mutuamente de la responsabilidad de este final, van a correr el riesgo de medirse de nuevo en las urnas, sin garantí­a alguna de que el próximo Parlamento sea capaz de acabar con la incertidumbre que ha pesado sobre el actual. Más allá del desprestigio de las formaciones polí­ticas, la principal conclusión de lo sucedido es desoladora para la institución que representa a los electores.

Como estaba previsto, las consultas del Rey con los partidos políticos solo han podido constatar el fracaso de cualquier solución posible de gobierno a partir de la actual composición del Congreso. Los partidos, que se acusan mutuamente de la responsabilidad de este final, van a correr el riesgo de medirse de nuevo en las urnas, sin garantía alguna de que el próximo Parlamento sea capaz de acabar con la incertidumbre que ha pesado sobre el actual. Más allá del desprestigio de las formaciones políticas, la principal conclusión de lo sucedido es desoladora para la institución que representa a los electores.Salvo los grupos del PSOE y de Ciudadanos, los principales sectores parlamentarios no han tenido suficientemente en cuenta que la primera de las obligaciones asignadas por la Constitución al Congreso es la de elegir a un presidente del Gobierno. Y ese trabajo es tan relevante que su incumplimiento hace imposible la continuidad de la legislatura. El Parlamento sustenta la legitimidad de todo el sistema político emanado de las urnas, y por eso es grave constatar su impotencia, reflejo de la que sufren los grupos que lo componen.

En la legislatura precedente se acusó al Gobierno de Rajoy, con razón, de desentenderse de las Cámaras y restar importancia a la potestad legislativa —una imputación similar a la que se lanzó contra anteriores Parlamentos de mayoría absoluta socialista—. Por eso era importante verificar el funcionamiento de una institución integrada por minorías. La experiencia no ha sido satisfactoria: aquellas han sido incapaces de acordar una geometría capaz de alumbrar y sostener a un Gobierno, al modo en que se resuelven estos asuntos en otros países europeos que no tienen mayorías absolutas. Por eso la legislatura se encamina hacia un final abrupto.

A falta de centrarse en lo esencial, se ha mantenido la apariencia de un régimen parlamentario. Todo empezó con pequeños espectáculos: fórmulas imaginativas de acatamiento de la Constitución, peleas por la ubicación física en el hemiciclo y hasta un beso entre Pablo Iglesias y Xavier Domènech en sesión plenaria. Tomarse el Parlamento como un escenario de animaciones televisivas denota lo poco que algunos creen en la institución como centro del trabajo político. Es cierto que el edificio sirvió de sede a las negociaciones para la investidura y a la ratificación del pacto entre PSOE y Ciudadanos. Pero se han tramitado una veintena de iniciativas sobre temas tan serios como la derogación de la reforma laboral y de la LOMCE, o la implantación de la “ley 25” de emergencia social, sabiendo que todas ellas iban a decaer con la legislatura si los grupos parlamentarios no acertaban a investir a un jefe de Gobierno.

España tendrá que votar de nuevo, seis meses después de haberlo hecho. Ningún problema se ha resuelto en el periodo transcurrido y el aplazamiento de las soluciones tampoco arregla los existentes. A pesar de todo, hay que impedir que la crisis y el desánimo se adueñen de este país: eso obliga a todos los partidos a actuar de manera más responsable antes y después del próximo 26 de junio.

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