Paris, finales del siglo XIX. Tras el triunfo de la Revolución y la desaparición del Antiguo Régimen, la capital francesa se convierte en el centro mundial del pensamiento avanzado y la modernidad. La nueva clase dominante asume la responsabilidad de que su nuevo pensamiento vaya acompañado también de un nuevo arte, y los más destacados pensadores como Boudelair y Benjamín, elaboran sus teorías de la modernidad y la vanguardia. Entre ellos, Henri Fantin-Latour (1836-1904), discipulo de Courbet y amigo de Monet y Degas; puede que no sea uno de los pintores franceses más conocidos de su época pero su obra ejerce hoy un poderoso y seductor influjo. La retrospectiva que ahora nos ofrece el Museo Thyssen recupera su figura, al mismo tiempo que nos ofrece la posibilidad de analizar aquellas imágenes que concentraban el pensamiento de la nueva burguesía revolucionaria.
Aquella burguesía revolucionaria francesa, se nos hace hoy algo casi imensable, a tenor del rol parasitario que ocupa hoy en día esta clase en la sociedad capitalista. Pero basta con contemplar obras de Manet, David o el propio Fantin-Latour, para descubrir un pensamiento transgresor y transformador concentrado en imágenes. Los impresionistas desafiaron al academicismo e inauguraron el concepto de arte moderno, y los que les siguieron desarrollaron a la perfección estos conceptos. A la ruptura formal que se había iniciado, se le unió la búsqueda conceptual de unos nuevos iconos que concentraran el pensamiento revolucionario, caracterizados por la recuperación de la belleza clásica greco-romana y, sobre todo, por el interés por la cultura.Así, las primeras obras que nos sorprenden dentro de esta nutrida colección, son las que concentran la obsesión de Fantin-Latour por la lectura, tema icónico en su obra. Y más especialmente por las mujeres lectoras. Uno de los temas más característicos de Fantin son las figuras femeninas que leen y escuchan la lectura, cuyo precedente remoto se encuentra en las lectoras de los interiores de Gerard ter Borch, Pieter de Hooch o Vermeer. Las figuras ensimismadas se envuelven en una atmósfera grave y melancólica, plasmada con impecable sobriedad cromática, alejada de la espectacularidad y que emana un cierto aire didáctico y divulgativo. Sustituía así en el centro del arte a la frivolidad del rococó, al arte sacro, por la cultura entre el pueblo, y especialmente entre las mujeres.Su sobrada capacidad como retratista también ocupa un lugar destacado. Aunque, sin duda, la más significativa obra que encontramos en este terreno no destaca por la iconicidad, sino por la composición y el instante que captura. La influencia de Rembrandt que da patente en su pieza Un rincón de mesa (1872), uno de los cuatro retratos colectivos que Fantin dedicó a los pintores, poetas y músicos de su tiempo. Aquí, entre un puñado de exponentes hoy olvidados del parnasianismo literario, destaca la pareja formada por Verlaine y Rimbaud.Paralelamente a sus retratos y bodegones realistas, Fantin desarrolla desde el comienzo de su carrera una línea de inspiración imaginaria. Esta tendencia retorna con especial vitalidad en sus últimos años, confluyendo con la estética simbolista de final de siglo, que pretendía substituír en el imaginario artístico a los iconos religiosos por alegorías simbólicas y existenciales de origen clásico. En este ámbito ocupan un lugar singular las ensoñaciones y alegorías musicales, dedicadas a Schumann, Brahms, Berlioz y sobre todo a las óperas de Wagner.Un estandarte de la modernidad que visita España, para recordarnos de alguna manera los orígenes de el pensamiento contemporáneo, y provocar una reflexion acerca de hacia donde derivaron estas ideas avanzadas, tristemente convertidas hoy en “pensamiento único”.