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España, dopada

Hay maneras y maneras de encender el motor de una precampaña electoral. La del PP ha consistido en el anuncio de que su director para los comicios locales y autonómicos de mayo será Carlos Floriano, vicesecretario de organización del partido. La noticia no es precisamente apasionante. Invita más al bostezo que a otra cosa, pese a que al extremeño le han puesto una carabina para que le acompañe: el joven diputado por Ávila, Pablo Casado, se hará cargo de la portavocía de la organización dejando a Floriano en un segundo plano mediático.

Mientras el PP tomaba estas domésticas y previsibles decisiones, Pablo Iglesias comparecía para anunciar el carácter histórico de la “marcha por el cambio” que Podemos ha organizado el 31 de enero. Se trata de una movilización que “no se ha convocado para protestar ni para pedir nada”. O sea, puro marketing con riesgos calculados: les bastará a Iglesias y los suyos llenar la Puerta del Sol arrancando desde Cibeles. No se trata de una marcha excesivamente ambiciosa en términos cuantitativos, pero lo es cualitativamente porque marcará un punto de inflexión sólo unos días después de las elecciones en Grecia –en donde puede ganar Syriza– y tras la convención de los ‘populares’. Es una manera dinámica y voraz de comenzar el período de precampaña. Y entre los unos y los otros, al PSOE parece que se lo ha tragado la tierra. Ni está ni se le espera.

La situación política, que es muy volátil –como la bolsa– está dopada por encuestas difíciles de creer incluso para los buenos profesionales que las elaboran. Hay sociólogos que expresan sus dudas metodológicas sobre la falta total de utilidad de los sondeos en un contexto socio-político tan lábil y tornadizo. Parece tendencialmente definitivo que el bipartidismo se ha quebrado, pero de ahí a que Podemos sea la primera fuerza política media demasiado trecho. Sólo un cabreo sordo y muy arraigado explica que los resultados de las consultas demoscópicas insistan en el vuelco del sistema de partidos de manera tan radical: Podemos pasa de la nada al todo en cuestión de meses. Que emergerá con fuerza es seguro; que podría dar el sorpasso al PSOE resulta verosímil; que adelante al PP y gane las elecciones resulta una hipótesis que sólo se justifica en la percepción inerte que transmite el Gobierno de Mariano Rajoy, pero a la que se sobrepondrá una derecha española que no tiene antecedentes de episodios suicidas.

Cuando una sociedad se mece en una inercia es difícil rescatarla. Porque lo mismo que ocurre a nivel nacional con Podemos sucede en comunidades autónomas muy cerradas. Los de Iglesias ganarían las elecciones legislativas en Cataluña y obtendrían en unas autonómicas hasta 14 escaños; y en el País Vasco, Podemos adelanta a Bildu y pisa los talones al PNV. El fenómeno político que esta nueva organización representa, aunque aún se mueve en el terreno de la hipótesis, de la probabilidad, es de una dimensión extraordinaria y las encuestas retroalimentan y crean euforias en sus círculos ciudadanos, que se entregan a la labor de proselitismo con un entusiasmo que contrasta con la parsimonia desalentada que se detecta en los partidos convencionales. Salvo en Ciudadanos, que el domingo pasado en la encuesta de El País se adelanta claramente sobre UPyD y sobre IU y se planta como cuarta fuerza política. Y, además, Rivera obtiene mejores resultados que Iglesias.

La sociedad española no reaccionará en las próximas citas electorales con la previsibilidad que lo hacía en legislaturas anteriores. La realidad española, sin embargo, se mueve entre dos espejismos: el del cambio total y radical (Podemos) y el del inmovilismo (la continuidad del bipartidismo). Ambos son trampantojos. Los ciudadanos españoles se dividen entre los que tienen mucho, poco o nada que perder. Y esos tres estratos se van a compensar arrojando un escenario final de fuertes alteraciones, con un serio reajuste en la izquierda, muchas fugas en la derecha y un Parlamento más fragmentado y difícil de cohesionar. O sea, que va a haber un cambio muy profundo, pero no revolucionario. Será un cambio que obligará a reformas de calado, a revisiones a fondo, a nuevos hábitos y maneras. En otras palabras: no habrá proceso constituyente como propugna Podemos, pero habrá cirugía constitucional.

Mientras se den las actuales circunstancias de volatilidad política –en un contexto europeo sobresaltado– no podrán realizarse más que aproximaciones al escenario de la España del 2016. Sabemos que será muy diferente a la actual –narcotizada ahora por las encuestas– pero no cuánto. Aunque siempre nos quedará un Carlos Floriano para continuar con lo habitual y un Pablo Iglesias para redimir a la nación de sus males, mientras al norte y al noreste persistirán algunos españoles en dejar de serlo. Pocas certezas para una “gran nación” como dice el Rey, que –por si sirve de consuelo– es la figura más valorada de 2014 después del Papa Francisco. Y lo es para los votantes del PP, del PSOE e, incluso, de Podemos. Así –afortunadamente– no hay revoluciones que valgan por mucho que las encuestas provoquen subidones.

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