En la crisis de 2008 -Portugal, como España y el resto de los países del sur de Europa- fue arrojado a los infiernos. De la mano del gobierno de la derecha de Passos Coelho, Bruselas y el FMI impusieron a Portugal un rescate de 75.000 millones de euros y unas condiciones draconianas: drásticos recortes de salarios y de las prestaciones por desempleo, recorte de las pensiones y ampliación a los 66 años de la edad de jubilación, supresión de infraestructuras como el AVE Lisboa-Oporto, aumento de impuestos y una cadena de privatizaciones, entre ellas las compañías estatales, la eléctrica EDP, Correos y la aerolínea TAP.
Aplicando a rajatabla las recetas de la troika, Portugal entró en una espiral de degradación y expolio a la población: la deuda subió casi al 130% del PIB, se privatizaron empresas por más de 10.000 millones de euros (la mayoría acabaron en manos del capital extranjero), se disparó el paro hasta el 18%, se recortaron un 25% los salarios y más de medio millón de portugueses, sobre todo jóvenes, tuvieron que salir del país.
Todo eso cambió tras las elecciones generales de 2015, cuando las tres formaciones de izquierdas – el Partido Socialista, el Partido Comunista y el Bloco de Esquerdas- decidieron llegar a un acuerdo para dar la llave del gobierno al socialista Antonio Costa.
La «geringonça» o el “milagro” de desobedecer a la troika
Los medios de la derecha no tardaron en poner un mote a lo que consideraron un engendro condenado a tener corta vida: el gobierno de la «geringonça» (una palabra que puede traducirse como «chapuza» o «galimatías»). La Comisión Europea, el FMI o la OCDE trazaron un horizonte casi apocalíptico para el país y se opusieron a sus primeras propuestas, anunciando que dispararían el déficit.
Pronto esa «geringonça» se convirtió en un exitoso modelo de gobierno de progreso. Ahora se habla del «milagro económico portugués», con una salida de la crisis que ha beneficiado a las clases populares.
Los indicadores macroeconómicos no dejan lugar a dudas: En 2018 Portugal registró el mayor crecimiento económico (2,1%) en los últimos diez años. La deuda pública bajó a mínimos históricos, el desempleo pasó del 17,5% en 2013 al 6,7% en junio de 2019. Las cuentas públicas no solo no se han descuadrado sino que, al aumentar los ingresos, el déficit se ha reducido del 4,4% al 0,8%. En 2020 se anuncia superávit por primera vez en un cuarto de siglo.
Pero es mucho mejor si descendemos a la calle, a las condiciones de vida de la gente.
Se han elevado las pensiones, que han seguido creciendo por encima de la inflación, frente al recorte o congelación sufrido entre 2011 y 2014. Se incrementó el salario mínimo hasta un 15%, con el compromiso firmado de subirlo un 20% el próximo año. Se incrementó el gasto social, recuperando ayudas suprimidas. Se tomaron medidas tajantes contra la brecha salarial al aprobarse una ley que obliga a pagar lo mismo a hombres y mujeres.
Se elevó la carga impositiva a grandes fortunas y grandes empresas. Mientras se impulsaban ayudas a las pymes, que han experimentado varios años de bonanza, aumentando su producción y sus exportaciones. Las ventajas fiscales para profesionales y jubilados han contribuido también a la mejora económica, contribuyendo a su capacidad de compra y estimulando el mercado interno.
El presupuesto de sanidad, educación o servicios sociales ha aumentado ligeramente. Se han recuperado 1.000 millones de euros recortados en partidas sociales por el anterior gobierno.
Se ha conseguido algo que contradice todo lo que los sesudos economistas de la austeridad del FMI o Bruselas vienen repitiendo como la única receta para salir de la crisis: reducir el déficit público -del 4,4% al 0,8%- al tiempo que se revierten recortes sociales.
Todo ello ha sido por aplicar -aunque sea en parte y sin romper las poderosas cadenas que atan a Portugal a las grandes potencias imperialistas- políticas opuestas a las dictadas desde la UE y el FMI. La receta del milagro portugués ha sido… caminar en dirección opuesta la senda de la troika.