Actúan como si el dolor no tuviera nada que ver con ellos, pero las mismas plutocracias financieras -con EEUU a la cabeza- que ahora niegan su ayuda a los refugiados sirios o a los miles de inmigrantes que mueren cada año tratando de cruzar el Mediterráneo son los que -bajo la batuta norteamericana- siembran de sangrientos conflictos Oriente Medio y el Norte de África.
No es una ‘guerra civil’ la que acabó con el régimen autoritario de Gadaffi en Libia o la que intenta derribar a Bashar al Asad en Siria, como tampoco la charca de violencia y muerte en la que se ha convertido Irak tras Saddam Hussein es un fruto espontáneo. Todos ellos son fruto de la intervención abierta o encubierta de EEUU y sus principales aliados europeos: de Reino Unido, pero también de Francia o Alemania y otros países de la OTAN.
Atacando directamente regímenes opacos o abiertamente hostiles a su dominio -Irak o Libia- con tropas, flota y aviación. Utilizando sanguinarios gendarmes regionales, como Israel contra el pueblo palestino o a los sátrapas saudíes contra Yemen. O financiando, entrenando y armando hasta los dientes a los «opositores democráticos», aunque sean facciones integristas y medievalmente brutales como ha demostrado ser ISIS/Estado Islámico. «Han convertido las fronteras de la UE en afiladas alambradas y van a llenar el continente de guettos para refugiados con un negro pasado y un incierto futuro»
Fracasado el proyecto norteamericano de impulsar -con las llamadas ‘primaveras árabes’- el recambio de regímenes obsoletos, corruptos e inestables -intervenidos por EEUU- en nuevos regímenes ‘democráticos’, estables -e igualmente controlados por Washington-, la superpotencia está empeñada en sumir Oriente Medio en un infernal caos de «todos contra todos»: EI contra Siria, chiíes contra sunnies, salafistas contra islamistas moderados, turcos contra kurdos… Un equilibrio del terror que instale un incendio perpetuo en la región en la que EEUU aparezca como el providencial bombero. Una maraña de violencia frenética y odio fanático que Washington espera reconducir hacia el cáucaso ruso y hacia los confines musulmanes de China, debilitando a sus principales rivales geoestratégicos.
No hay guerra genocida de Oriente Medio en la que EEUU no tenga intereses, gendarmes y peones. Ni tampoco conflicto sangriento en el Norte de África y el Sahel en la que no tenga responsabilidad. Una orilla del Mediterráneo debe arder para garantizar el yugo de la otra orilla. Y sobretodo para garantizar el dominio sobre todos ellos del poder del Atlántico.
Pero el tiempo pasa y Damasco no termina de caer. La población, atrapada entre la brutalidad de al-Asad y el horror fanático del EI, sobrevive o muere cada día bajo los bombardeos. Irak y Afganistán siguen desangrándose, y las bombas asesinas en mercados y mezquitas apenas son ya noticia. En Libia, un gobierno títere de Washington apenas conserva algo de autoridad en la capital, mientras el resto del país se lo disputan señores de la guerra y fanáticas facciones integristas. Al sur, en Yemen, EEUU azuza a su gendarme saudí para que castigue con fuego y sangre la rebelión huthi. Y a través del Sáhara llega una caravana continua de hombres sedientos, que huyen del hambre, de la miseria, y también -una vez más- de las guerras genocidas que el imperio ha clavado en sus naciones.
Han convertido el Mediterráneo en el mayor cementerio de nuestra época, en un horno crematorio submarino, en un nuevo Auswitch vasto y salado. El mar nos ha devuelto el cuerpo del niño Aylan Kurdi para denunciar que en sus abismos yacen cientos de miles de cadáveres. Es el verdugo hegemonista el que ha llenado de agua sus pulmones.
Y sus cómplices europeos han asumido su papel, de gendarmes y esbirros militares por un lado y de burócratas gestores del desastre humanitario por otro. Han convertido las fronteras de la UE en afiladas alambradas y van a llenar el continente de guettos para refugiados con un negro pasado y un incierto futuro.
Mientras los verdaderos arquitectos de su dolor y su desdicha hacen cálculos glaciales en altos rascacielos de Manhattan, Frankfurt o la City, un ejército de desharrapados trata de alcanzar las costas de Europa. Unos acabarán en el Monte Gurugú esperando el momento para saltar la concertina de Melilla. Otros serán hacinados en Lampedusa o en un tren rumbo a ninguna parte de alguna estación húngara. No saben nada de ningún efecto llamada, pero sí de lo terrible que es huir. Los estadistas y oligarcas que los miran como a insectos no sólo son culpables de no auxiliarles, cuando la riqueza que manejan lo permitiría con creces. No: ellos han diseñado hasta el detalle del infierno insoportable que les abrasa la espalda.