De entre las perlas con las que la actualidad nos ha obsequiado este fin de semana preelectoral, la más destacable es la aparición de Felipe González en la convención municipal del PSOE advirtiendo sobre los males que acarrearía revisar el pacto de 1978 y ofreciendo su ayuda a Pedro Sánchez para la tarea regeneradora que proyecta. Para quienes, por una cuestión de juventud, desconozcan la ejecutoria del señor González, conviene aclarar enseguida que ésta su última aparición estelar constituye algo a medio camino entre la burla y el escarnio viniendo de un personaje que fue jefe del Gobierno durante 14 años y Secretario General del PSOE más de veinte, los mismos que lleva apartado de la política activa desde que fuera derrotado por Aznar, otro que tal baila, en 1996. Su trayectoria política está enmarcada en los signos distintivos del régimen del 78, que lo han situado en su senda de perdición: confusión entre lo público y lo privado y larga ristra de apoyos mutuos entre la elite política y las oligarquías económico-financieras, que no otra cosa es la corrupción que ha impregnado las instituciones y ha provocado la ira de millones de españoles con los partidos tradicionales.
González llegó al Gobierno en octubre de 1982 con una mayoría parlamentaria aplastante y una posición de ventaja, nunca igualada hasta ahora, que puso en sus manos y en las de su partido la posibilidad de convertir España en un país moderno y democrático, en línea con el viejo anhelo de tantos reformadores y educadores que dedicaron su vida a tratar de superar las lacras de nuestra historia nacional. Y si bien es cierto que el inició de su andadura estuvo presidido por un espíritu transformador, pronto se vio, particularmente a partir de su segunda legislatura, verano de 1986, que tanto el partido como el Gobierno y su líder se amoldaban hasta confundirse en el paisaje de los viejos poderes tradicionales, transformándose en la coartada de un sedicente modelo de centro-izquierda para acomodarse en el bipartidismo dinástico en que terminó convertido el régimen tras la llegada del PP al poder en 1996.
Y de hecho, el llamado felipismo acabó siendo ejemplo de utilización del poder público en beneficio de los sectores dominantes, la conocida como beautiful people, con pequeñas concesiones en lo social para mantener la imagen de un progresismo claramente agostado: la banca, los grandes constructores, las obras civiles y todo aquello susceptible de aprovechar los recursos públicos, tanto europeos como domésticos, jalonaron los ejemplos de un Estado puesto al servicio de intereses minoritarios. La dimensión de la componenda especulativa alcanzó su cenit con los grandes eventos de 1992, Expo de Sevilla y Juegos Olímpicos de Barcelona, que, aparte de disparar la deuda pública, sembraron de corrupción instituciones, partidos y empresas. Ahí están las hemerotecas para certificarlo, junto con sus consecuencias.
La tentación de hacerse rico sin apearse del púlpito
Ello por no extendernos en episodios de efectos tan letales para la salud de una democracia como el de los GAL, una iniciativa antiterrorista que surgió en las sentinas del Estado dañando su crédito a los ojos de millones de españoles, sin contrapartida benéfica alguna en la lucha contra ETA, como se esgrimía una y otra vez para justificar lo injustificable. Desalojado del poder por culpa de sus muchos errores, los patronos de la ‘progresía’ patria se encargaron de acogerlo en su seno y de crearle esa imagen de estadista preclaro, algo que, para los testigos de aquella época, no pasa de ser un sarcasmo más de los muchos con los que nos obsequian los mandamases de este país. No es lo peor que los poderosos intenten mantener su poder y privilegios, sino que pretenden encima utilizar a sus ídolos para vender mercancías de renovación y progresismo, gravemente adulteradas, a una nación que está sufriendo en sus gentes las consecuencias de políticas y ejecutorias en las que tuvo bastante que ver el señor González.
No pretendemos ser fuente de inspiración de ningún partido, pero, a tenor de lo visto y vivido, el flamante Secretario General del PSOE debería cuidarse de recibir ayudas y consejos de quien, tras sus largos años de Gobierno, se ha dedicado a hacer dinero a la sombra de multimillonarios tan poco ejemplares como el mexicano Carlos Slim, pero que cíclicamente, como las golondrinas, regresan –caso también del citado Aznar– al patio nacional vencidos por la tentación de dar consejos sobre cómo arreglar el mundo, quizá en el fondo sobre cómo seguir amueblando el suyo propio, si tenemos en cuenta que su caché como ex presidente fuera de España depende en gran medida de su capacidad para seguir influyendo dentro de ella. Hombre rico, hombre pobre, Felipe González nunca podrá librarse del baldón de ser uno de los máximos responsables, si no el que más, de la postración en la que se encuentra el socialismo español.