Dantesco. Todos hemos utilizado alguna vez esta palabra para describir una situación que nos provoca espanto y horror. Es solo una muestra de cómo el universo creado por Dante Alighieri sigue empapando nuestras conciencias siete siglos después de su muerte.
“Nel Mezzo del cammin di nostra vita/ mi ritrovai per una selva oscurca, / ché la diritta via era smarita” (“A mitad del camino de la vida, / yo me encontraba en una selva oscura, / con la senda derecha ya perdida”).
Así comienza “La Divina Comedia”, un alucinante recorrido por el Infierno, el Purgatorio y el Paraíso que Borges -maestro en fantasías que retuercen la realidad- calificó como “el mejor libro que la literatura ha creado jamás”.
¿Cómo valorar la figura de Dante? ¿Qué papel jugó su obra?
La clave está en un lugar insospechado si hablamos de literatura: el Manifiesto del Partido Comunista. En el prólogo a la primera edición italiana, Engels nos presenta a quien Marx llamaba “el gran florentino”: “Marca el fin del medioevo feudal y la aurora de la era capitalista contemporánea la figura gigantesca de un italiano, el Dante, que es a la vez el último poeta de la Edad Media y el primero de los tiempos modernos”.
Dante es un Jano, el dios romano de las puertas, los comienzos y los finales, representado por una cabeza bifronte que mira en dos direcciones.
“La Divina Comedia” hunde sus pies en el mundo feudal, con una representación teológica del mundo: para comprender el universo hay que hundirse en el infierno, y posteriormente elevarse hacia Dios.
“Dante es a la vez el último poeta de la Edad Media y el primero de los tiempos modernos” (Engels)
Pero en sus páginas también está el germen de una nueva sensibilidad. Dante cultivará el “dolce stil nouvo”, una corriente poética donde una subjetividad exacerbada pugna por liberarse de los límites que impone la religión. Es el camino que seguirá Petrarca, y toda la literatura renacentista. Y Boccaccio, emblema del humanismo, fue el gran comentarista de “La Divina Comedia”, contribuyendo decisivamente a situarla en el pedestal de las grandes obras.
El ”fenómeno Dante” solo podía surgir en Italia, y particularmente en Florencia. Las repúblicas italianas serán la punta de lanza de un mundo capitalista que se ha creado en el seno del feudalismo pero ya no se somete a sus reglas. Allí surgirán los grandes emporios comerciales, se creará una poderosa banca… Y Florencia será el Wall Street de la época.
Dante no será un mero espectador, participará activamente en ese choque entre dos mundos, uno feudal todavía dominante, y otro capitalista que se abre paso. El 11 de junio de 1289, las manos de Dante no empuñan una pluma sino una espada. Participa en la batalla de Campaldino, y lucha por abrir paso a un periodo de reformas, donde se prohíbe a los nobles acceder a cargos políticos. Hijo de comerciantes, Dante criticará el poder terrenal del Papa, y participará del “gobierno popular” de Florencia, sobre el que la pujante burguesía ejerce una poderosa influencia. Su destacada militancia política le obligará a abandonar Florencia, y escribirá “La Divina Comedia” en el exilio.
Un infierno demasiado real
La mirada de Dante convierte lo tradicional en nuevo. El viaje al Infierno, al Purgatorio y al Paraíso, que “La Divina Comedia” despliega, es típicamente feudal. Bebe incluso de la tradición musulmana, del viaje nocturno o isrá narrado en la obra “Escala de Mahoma”, donde el profeta recorre el Cielo y el Infierno guiado por el arcángel Gabriel.
Pero Dante recorre esos caminos viejos tomando decisiones nuevas. No se hace guiar por ningún santo, sino por Virgilio, el poeta de la antigüedad clásica y pagana. Y no lo escribe en latín, la “lengua culta”, sino en “lengua vulgar”. No se encorseta en una lengua muerta, sino que abraza una lengua viva, con una libertad absoluta, de la que nacerá el italiano moderno.
El Infierno de Dante es demasiado real. Una revancha donde los poderosos son sometidos a castigos eternos.
Y el infierno de Dante no es una fantasía de teólogos, como se había imaginado hasta entonces. Es demasiado real, excesivamente terrenal. Allí está un Papa, Bonifacio XIII, señalado como ladrón: “tan presto has llegado a saciarte de todos aquellos bienes por los que no temiste apoderarte con engaños”. Y Dante arremete también contra emperadores, como Alberto Primero de Austria: “caiga el justo castigo de las estrellas sobre tu sangre”.
Dante sabe que el infierno está en la tierra, y arremete con inusitada fiereza contra los poderosos. Condena a eternos castigos a las instituciones más sagradas del feudalismo, a Papas y Emperadores. Pero también anuncia, con mirada preclara, los desmanes del capitalismo naciente, calificando a su símbolo -el florín, el dólar de la época- como “la maldita flor”, origen de todas las desgracias.
En el infierno de Dante hay imágenes terribles y poderosas. Como ese segundo recinto del noveno círculo, donde un gélido lago aprisiona el alma de los traidores, y en el que helados en la misma fosa, el conde Ugolino roe con furor el cráneo del arzobispo Ruggieri, que lo encerró en vida en un torreón y lo dejó morir de hambre junto a sus hijos.
Dante escribió como vivió, con pasión y furia mediterránea. Boccaccio y los autores renacentistas sabían lo que hacían cuando encumbraron “La Divina Comedia”. Estaban avivando el incendio de una subjetividad arrebatadora que acabaría derribando los estrechos límites feudales.