El ultraderechista Jair Bolsonaro ha ganado las elecciones con un 55% de los votos, en unos comicios marcados por un clima extremadamente polarizado y tenso, producto del proceso golpista que la oligarquía y el hegemonismo norteamericano han perpetrado para recuperar el control de Brasil e impedir a toda costa que el PT volviera a tener el gobierno. La potente izquierda carioca -el PT y el resto de movimientos sociales- se preparan para luchar en esta nueva etapa que estará marcada por nuevos y más brutales ataques contra las clases populares.
Nadie lo hubiera adivinado hace solo unos meses, pero Bolsonaro, un ex-militar de extrema derecha, ultrareaccionario, racista, misógino y homófobo, además de admirador de la dictadura brasileña y partidario de la tortura y a brutalidad policial, es el nuevo presidente de Brasil. En la segunda vueta se ha alzado con el 55% de los votos, mientras que su oponente, el petista Fernando Haddad ha obtenido el 44%. Es la «era Trump», los tiempos de los Brexit y de hechos impensables.
Fenómenos políticos que pueden ocurrir porque están impulsados por poderosísimas fuerzas, por grandes poderes de clase, por superpotencias hegemonistas. Estas no han sido unas elecciones más en Brasil. Ni siquiera pueden compararse con las anteriores, en las que Dilma Rousseff se impuso en un clima de bronca creciente.
No, estas son las elecciones en las que los sectores más reaccionarios y vendepatrias de la oligarquía brasileña y los halcones de Washington -dirigidos por la administración Trump- han puesto encima de la mesa todo su poder para conseguir este resultado. Han activado toda su formidable batería de medios de comunicación, todos sus instrumentos de intervención política, todo su control de los jueces y los fiscales brasileños, e incluso el ruido de sables de los más reaccionarios generales del ejército para colocar a Jair Bolsonaro -quizá no su poción favorita, pero la única que se ha configurado como posible para desbancar al PT- en el sillón presidencial.
Porque ese era el verdadero objetivo: impedir, al precio que fuera y con el candidato que fuese, que el Partido de los Trabajadores retomara las riendas del Palacio de Planalto. Un PT que de la mano de Lula y Dilma sacó a 30 millones de brasileños de la pobreza, que instauró programas contra el hambre, el analfabetismo o por la salud pública de las clases más desfavorecidas que han sido premiados por la ONU múltiples veces. Un PT que cogió una economía débil, endeudada con el FMI y dependiente del capital extranjero, y colocó a Brasil como el motor económico de América Latina y como miembro del prestigioso club de los BRICS, las potencias emergentes del mundo. Un PT que recuperó cotas de soberanía nacional impensables para Brasil y que se alineó con el resto de países progresistas del continente -Venezuela, Bolivia, Ecuador, Argentina, Nicaragua, Uruguay, Cuba, Paraguay, Nicaragua, Honduras…- para formar un auténtico frente antihegemonista latinoamericano que trabajaba firmemente por la integración regional y por desafiar los ataques y agresiones de la superpotencia del Norte.
Ni Washington ni la oligarquía podían permitir eso. Y se conjuraron para derribar ese gobierno y para impedir que volviera a alzarse con el bastón presidencial. Montaron un fraudulento «impeachment» golpista contra Dilma Rousseff, acusada sin pruebas de corrupción, y pusieron al frente de Planalto a un personaje, Michel Temer, tan impopular como entregado a destruir los logros sociales de los gobiernos del PT y a entregar las riquezas del país a las grandes familias oligárquicas y al capital extranjero.
Y cargaron contra Lula, la figura de máximo prestigio del PT, y virtualmente imbatible en las urnas. Una farsa judicial dirigida por el magistrado Sergio Moro -calificada por numerosos juristas brasileños e internacionales como un ejemplo puro de lo que se conoce como ‘lawfare’: la mala utilización y el abuso de las leyes con fines políticos- consiguió meter en la cárcel al expresidente, y después inhabilitarlo como candidato a pesar de tener un enorme tirón electoral.
Durante todos estos meses, los medios de comunicación brasileños -las grandes cadenas de televisión, radio o prensa, en manos de oligarcas financieros nacionales o extranjeros- han bramado sin cesar contra el PT. «El PT es corrupción, todos son corruptos»; «Lula y Haddad quieren convertirnos en Venezuela», ha repetido sin cesar grupos como O Globo, un emporio nacido al calor de la dictadura militar, o de Record TV, una cadena en manos de influyente Iglesia Universal del Reino de Dios, el poderoso grupo evangélico que respalda a Bolsonaro como su «mesias».
A ellos se ha sumado unos generales del Ejército que ha intervenido de forma activa en los últimos meses, amenazando con sacar los tanques si alguna decisión judicial permitía a Lula presentarse a los comicios, y haciendo indisimuladamente campaña por Bolsonaro, uno de los suyos.
No, estas no han sido unas elecciones más. Han sido las elecciones del odio, del miedo, del control monopolista, oligárquico e imperialista sobre Brasil. Para retener, al precio que fuera, al país más potente de América Latina, en la órbita norteamericana.
La izquierda brasileña: forjada a martillazos.
El Partido de los Trabajadores y el resto de las organizaciones y movimientos populares de Brasil han luchado hasta el último momento y han puesto toda la carne en el asador, consiguiendo que Haddad acortara distancias en los últimos días. Teniendo en cuenta la magnitud de los poderes a los que se enfrentaban, el 44% obtenido es una auténtica hazaña, que indica la enorme capacidad de organización y movilización de la izquierda carioca.
Durante los largos meses del gobierno de Temer, la izquierda brasileña ha protagonizado un sinfín de movilizaciones, varias -y muy exitosas- huelgas generales y sectoriales, luchas estudiantiles, manifestaciones en defensa de los derechos de las minorías o de la mujer. En la campaña electoral, junto a la lucha de la militancia del PT o de los Trabajadores Sin Tierra, el movimiento feminista carioca y su consigna anti-Bolsonaro #EleNao (¡Él no!) ha dado la vuelta al mundo.
La izquierda social y política de Brasil es gigantesca y potente, y no se va a rendir ni a retroceder por este revés electoral. Debe prepararse para una oleada de ataques reaccionarios. El acero se forja con los golpes.
Como dijo uno de los muchos militantes y activistas de las recientes movilizaciones contra Bolsonaro: «estamos bien organizados contra el fascismo, ya hace años que luchamos contra el fascismo, esto es una etapa más y vamos hacia la victoria».
La batalla por Brasil no está cerrada. Ahora se abre un capítulo más.
SUBVERSIÓN dice:
Es recurrente este tipo de proceso: la burguesía redistribuidora beneficia a ciertos sectores sociales y da fuelle a la extensión y emergencia de clases medias, quienes, luego de asentarse en sociedad, ansían un Termidor contra cualquier viso de ahondamiento «socializante» (por así llamarlo). En lugar de lamentarse de que la realidad sea como es, hay que adoptar una posición materialista dialéctica, esto es, auto-asumirnos como sujetos en nuestra dimensión objetiva, es decir, productora de realidad, y subvertir las propias dinámicas burguesas que acaban siempre en su antítesis dialéctica también burguesa.