El mastodóntico plan de estímulo de 787.000 millones de dólares, el mayor de la historia de EEUU, ha pasado raspado el doble examen del Congreso y del Senado. Ayer la Cámara Alta lo aprobaba por la mínima, con 60 votos a favor, contra 38 republicanos en contra. El urgentísimo plan estrella de Obama, que junto con el plan de rescate de la banca supone el desembarco de cerca de 2 billones de dólares en la maltrecha economía norteamericana, ha dejado por el camino dos víctimas colaterales: el consenso con la oposición republicana, y la composición bipartidista del gobierno con la dimisión del Secretario de Comercio Judd Gregg, uno de los republicanos moderados de la administración Obama, por «diferencias insalvables» con el plan de estímulo».
Tras cuatro semanas de eriplo parlamentario y de intensas pugnas partidistas, el proyecto más urgente y prioritario de la administración Obama ha sido aprobado, con una economía muy debilitada y con señales de estar al borde del abismo. El primer paquete de 350.000 millones desembarcados por Bush no han servido para hacer circular el crédito para las empresas o las familias, dado que los bancos lo han utilizado según su naturaleza monopolista: para hacer frente a las deudas o hacer acopio de reservas frente a previsibles turbulencias. Se trata de la mayor intervención del Gobierno federal en la economía desde la Segunda Guerra Mundial.De nada ha servido las largas negociaciones de los asesores económicos del presidente con la minoría republicana o los tijeretazos que ha metido Obama a los presupuestos de su plan estrella -40.000 millones respecto al plan de estímulo original- a fin de cosechar un mayor consenso con la oposición. A su paso por la Cámara Baja, el plan fue aprobado por una mayoría holgada (con 246 votos a favor y 183 en contra), merced a la amplia hegemonía demócrata en el Congreso. Pero ni un solo republicano votó a favor, lo cual era una estaca en el corazón del consenso cultivado por el presidente. La ausencia de mayoría absoluta en la Cámara Alta se lo puso más complicado a un impaciente Obama, para el que haber conseguido el mínimo de 60 votos para aprobar el plan de estímulo –entre ellos tres senadores republicanos que el presidente ganó para su causa- ya es suficiente victoria. La cosa estaba tan ajustada que la votación hubo de retrasarse 5 horas para que un senador demócrata pudiera volver de Ohio tras el funeral de su madre. In extremis, pero superado el trámite legal, en la Casa Blanca suspiraron de alivio.Pero en la cuneta han quedado cadáveres importantes. Los esfuerzos del presidente por cerrar la profunda división que existe en el seno de la clase dominante norteamericana tras ocho años de Bush han caído en roca dura, y algunos de sus más logrados frutos han dado al traste. La grieta sigue siendo profunda en las dos cuestiones claves –íntimamente relacionadas aunque con cierta autonomía- a las que hoy se enfrenta la superpotencia: la crisis económica y su dominio geoestratégico. Los distintos sectores de la clase dominante –representados a grandes rasgos (pero no mecánicamente) por republicanos y demócratas- difieren en el diagnóstico de la economía, y por tanto en el tratamiento.Mientras que los demócratas advierten del riesgo inminente de que la economía entre en deflación -una caída generalizada de los precios de los bienes y servicios que llevaría a la paralización de la circulación del dinero– si el Estado no interviene activa y masivamente en la economía, los republicanos –acérrimos enemigos del despilfarro público- sitúan como principal problema el riesgo de estanflación -una combinación en que se da simultáneamente la recesión acompañada de una alta inflación- si se continúa por la vía de la emisión de dólares y de bonos del tesoro para financiar el enorme gasto estatal de EEUU.La otra víctima colateral ha sido la composición bipartidista del gobierno Obama, concebido como una suerte de gobierno de concentración nacional a la americana ante la gravedad de la situación de la nación. Si bien es cierto que la administración todavía cuenta con insignes republicanos moderados en puestos clave –Robert Gates en Defensa-, la marcha de Judd Gregg es un duro golpe al consenso del nuevo presidente, y el anuncio de que cerrar las heridas y unificar los criterios de la clase dominante y las élites políticas será una tarea más complicada de lo que se pensaba. Y también de que en el plano interno, los sectores “neocon” más intransigentemente alineados tras la línea Bush tienen todavía mucho margen pare crear problemas a la línea Obama, tanto en el ámbito de la economía como en el de la política exterior.