¿Se hablará de Europa en la campaña para las elecciones al parlamento europeo? Es de esperar —así dice el manual de lo políticamente correcto—, aunque no hay que presuponerlo. Más escépticos aún podemos ser si nos preguntamos qué se dirá sobre la Unión Europea en el caso de que se hable de ella. Que se aborde el presente y futuro de su construcción es especialmente importante en una Europa que pasa por momentos cruciales, como se constata yendo y viniendo desde el escenario ucraniano, con el drama desplazado a Crimea, y en el cual los protagonistas europeos no han hecho hasta ahora sino mostrar sus torpezas, hasta cualquier país de los azotados por la crisis, donde se comprueba cómo la gente vive “con el agua al cuello” —así titula Petros Márkaris uno de sus libros en la trilogía que dedica a la crisis en Grecia— en Estados a los que ronda el caos social.
Desde España tenemos motivos para no extrañarnos ni de las impericias europeas ni de la batuta germánica que las dirige. De las primeras sabemos por los desastres de las políticas de austeridad, que a estas alturas incluso amenazan con deflación, las cuales llevan a cabo el consiguiente “democidio” como liquidación del pueblo (demos) cuando a sus ciudadanos se les recortan derechos a base de ajustes tan brutales como injustos. De la segunda, de la batuta alemana y la marcha que impone, tenemos constancia en las propias carnes, las cuales de continuo nos recuerdan lo que es llevar clavada la aberrante reforma del artículo 135 de la Constitución con la que el gobierno del PSOE se despidió. Fue la reforma por la que quedamos obligados a la “prioridad absoluta” por parte del Estado en lo que al pago de su deuda se refiere. Esa cuña neoliberal en la carta magna va adquiriendo un carácter cada vez más acerado por cuanto la deuda pública de España, prácticamente situada al 100% del PIB, implica haber entrado en ese círculo infernal del que no se sale por lo que supone el constante pago de intereses. Hay que recordar que esa reforma de la Constitución se planteó como respuesta a una especie de chantaje, diciendo que, si no se hacía, la amenaza de consecuencias en cuanto a asfixia de la economía española no tardaría en ejecutarse. El entonces presidente Zapatero, también con apoyo del PP, promovió esa reforma, y aún trata de presentarla como justificada en su libro El dilema, con demasiadas páginas para no convencer. Y el PSOE no sólo paga facturas por las medidas de ajuste que aplicó, sino que no se libra de una sutil mordaza que impide criticar a fondo al PP, dado el pacto que hizo con la derecha para poner por delante, mediante vergonzoso procedimiento exprés, una obligación injustificable asumida de forma antipolítica.
Con todo, lo grave no es sólo que el PSOE quedara seriamente herido en cuanto a credibilidad, sino que todo ese cúmulo de hechos y lo que de ellos se sigue confirma que a España, agrupada con los demás países del sur de Europa, es decir, Portugal, Italia y Grecia, más la católica Irlanda -no es detalle baladí su dominante tradición religiosa-, bajo el acrónimo de PIGS -cerdos en inglés-, se la ubicó en el espacio socioeconómico de un sur condenado a posición subalterna en la Unión Europea. Teniendo Alemania mando en plaza, por medio de las presiones de la señora Merkel se nos indujo a asumir determinado lugar en el futuro económico de Europa, habida cuenta de que ese mismo futuro se enmarca en las relaciones neocoloniales que desde los centros de poder económico se imponen a los países condenados a posiciones de segundo o tercer rango en el mercado global. A la vez que nos bajaban los humos, nos aplicaban la presión requerida por la reducción neocolonial que había que consolidar en el sur de una Europa que se resituaba en el orden mundial. Ese colonialismo económico con su reforzamiento político es el gran ajuste interno llevado a cabo, viniendo a ser su correspondiente externo el que se está produciendo también en las orillas del mar Negro. Las diferencias neocoloniales se enmarcan así en el rediseño de antiguas fronteras con resabios imperiales -algunos, como Huntington, las consideraron conflictivas zonas limítrofes entre civilizaciones y, desgraciadamente, se deja que los hechos vengan a darles la razón-.
Tenemos, pues, un desdibujado proyecto europeo en el que las desigualdades se consolidan, con lo cual se verifica -más allá de la constatación de las “diferentes velocidades”- que está viciado de raíz. Si del colonialismo económico que padecemos, y del orden colonial en el que estamos, no se habla en campaña electoral para el parlamento europeo es que vivimos engañados -no partiendo tampoco el engaño de una sola fuente-. Por ello es tarea de la izquierda desvelarlo en sus múltiples dimensiones. ¿Será capaz la socialdemocracia, tras efectiva autocrítica si quiere seguir teniendo algo significativo que hacer, de acometer su puesta al día afrontando críticamente esa realidad europea? Habrá respuesta positiva a este interrogante si la recuperación de una socialdemocracia muy desvaída se vincula a fraguar alianzas y pactos por la izquierda, con el fin de aglutinar fuerzas y generar alternativas para resistir al neocolonialismo que se nos impone y poder retomar el proyecto de una Europa libre de imposiciones neoliberales.