Sugerir que las políticas de EEUU en Yemen han sido un “fracaso” sería un eufemismo. Implicaría que EEUU habría tratado al menos de conseguir el éxito. Pero “éxito”, ¿en qué? La guerra estadounidense con aviones no tripulados no tenía otro objetivo más que celebrar la eliminación de quienes aparecen definidos como terroristas en la lista negra estadounidense.
Pero ahora que ha estallado una guerra civil y regional y ha quedado claro que el grado de influencia de EEUU en Yemen es limitado , la guerra contra al-Qaida en la Península Arábiga (AQPA) –en un contexto más amplio de rivalidad política, tribal y regional- resulta insignificante.
El fracaso –si es que nos decidimos a utilizar el término- es desde luego no sólo estadounidense, sino que implica a la mayoría de los aliados de EEUU que han ignorado la prolongada miseria imperante en el Yemen: pobreza, corrupción, violencia y ausencia de horizontes políticos, hasta que finalmente el país implosionó. Cuando los hutíes tomaron Sanaa el pasado septiembre, un acto en cualquier caso insensato, sólo entonces se consideró que la situación en Yemen era lo suficientemente urgente como para intervenir .
Así pues, de forma muy conveniente, se pasó a definir a los rebeldes hutíes zaidíes del norte como “rebeldes chiíes”, antes de transformarlos en “rebeldes chiíes apoyados por Irán”. Sólo con eso fue suficiente como para trazar una línea en la arena que sirviera de grito de guerra para que los países musulmanes “sunníes” formaran una coalición sin precedentes a fin de restaurar el “gobierno legítimo” del Presidente Abdrabbuh Mansur Hadi, cuya “legitimidad” es, en el mejor de los casos, cuestionable.
Durante mucho tiempo, EEUU pareció invulnerable a lo que incluso los analistas del Yemen admiten que es un tema complicado de entender, y no digamos ya intentar explicarlo de forma sencilla. Los aviones no tripulados de EEUU zumbaban allá por lo alto ajenos a todo esto, dedicados a liquidar a cualquiera del que se sospechara que podía ser un afiliado de al-Qaida. Se reveló incluso que el Presidente Obama había aprobado una “lista secreta para matar” y que estaba de acuerdo en que se contaran las victimas de tal forma que “fundamentalmente se designaba como combatientes militares a todos los hombres en edad militar presentes en una zona de combate”.
De hecho, una cronología de los acontecimientos acaecidos en ese depauperado Yemen muestra un extraño fenómeno por el que la implicación estadounidense en ese país va en paralelo, aunque de forma separada, de otros sucesos horrendos de violencia, sufrimiento y politiqueo. Sí, la oscura guerra de EEUU ha servido para aumentar el sufrimiento, desmoralizar la nación y socavar cualquier proceso político que hubiera en marcha, especialmente tras la versión yemení de la Primavera Árabe a principios de 2011. Sin embargo, EEUU prestó muy poca atención a las frágiles alianzas del Yemen y al hecho de que el país se encaminaba velozmente hacia una guerra civil o algo incluso peor: una guerra regional directa o por poderes.
La responsabilidad de recomponer un Yemen roto quedó en manos de las Naciones Unidas. Pero con la rivalidad regional entre Irán y los países del Golfo en su momento álgido, los enviados de la ONU disponían de poco margen para negociar de forma provechosa. A pesar de las repetidas seguridades de que el “diálogo nacional” estaba en marcha para restaurar la entidad política del Yemen, todo se vino abajo.
Sin embargo, EEUU continuó incansable su guerra, armando a quien pudiera parecerle un aliado, explotando las diferencias regionales y fomentando el potencial de al-Qaida en formas que excedían en mucho su presencia sobre el terreno, considerando el Yemen como una “guerra contra el terror” conveniente. Esto fue suficiente como para darle a Obama el tono duro que a los votantes estadounidenses les gusta tanto en sus presidentes, sin necesidad de atolladeros militares como los que su predecesor, George W. Bush, creó en Iraq y Afganistán.
Pero no era tan sencillo. Incluso una guerra “limpia” con aviones no tripulados activados desde lugares remotos rara vez es suficiente para garantizar resultados.
Dejando a un lado la responsabilidad moral de torturar a una nación ya herida, EEUU parecía incapaz de entender cómo sus acciones frustran cualquier esfuerzo y contribuyen a los conflictos regionales. La forma en que se exacerbaron las líneas sectarias en Iraq tras la invasión de 2003, que provocó una guerra civil masiva pocos años después, fue una lección ignorada. Lo de “divide y vencerás” suele resultar contraproducente. Un empobrecido y brutal gobierno chií apoyado por EEUU, que se dedicó tras la guerra a vengarse de las tribus y comunidades sunníes por todo Iraq, encontró la horma de su zapato con el ascenso del brutal grupo denominado “Estado Islámico (EI)”, convirtiendo Iraq, y por supuesto Siria, en un salvaje campo de batalla.
Atrás quedaron los días en que sólo las políticas estadounidenses dictaban el curso de la historia en el Oriente Medio. La guerra de Iraq fue tan catastrófica a tantos niveles que hizo que el recién electo Presidente Obama descartara la intervención militar directa como vía para conseguir objetivos políticos y estratégicos.
La doctrina Obama fue un intento de combinar el uso de la influencia militar estadounidense –aunque reduciendo la intervención militar directa- por una parte, y las alianzas regionales e internacionales, por otra, a fin de mantener la supremacía de EEUU en la región tanto como fuera posible. Lo que pareció ser un éxito relativo en Libia con el derrocamiento de Muammar Gadafi resultó algo demasiado difícil como para repetirlo en Siria. Las apuestas eran sencillamente demasiado altas. Rivales regionales como Irán y rivales internacionales como Rusia se resistían demasiado a cualquier intento claro de derrocar al régimen de Bashar al-Asad. Y con el auge del EI, Asad se ha reconvertido en un papel diferente, el de tampón, a pesar de que todavía se le designa como enemigo. Las declaraciones de John Kerry acerca de la disposición a entablar conversaciones con Asad indicaron un giro radical en las políticas estadounidenses allí.
Ahora, con un acuerdo nuclear preliminar alcanzado entre Irán, EEUU y sus aliados, lo más probable es que EEUU prosiga con el ruido de sables –como hará seguramente también Irán- y no se prevé que Obama promulgue un cambio importante en sus políticas regionales. Al contrario, es probable que su administración se repliegue, ocultándose aún más detrás de sus aliados para conseguir los confusos objetivos que pueda tener en este caótico momento.
Para Irán, y en un grado menor EEUU, el Yemen puede quizá ser el campo adecuado para una guerra simbólica. En “Why it may suit Iran to let the Saudis win in Yemen?” [¿Por qué puede irle bien a Irán dejar que los saudíes ganen en Yemen?”], Daniel Levy y Julien Barnes-Dacey defienden que la actual rivalidad en el Yemen tiene en su corazón las conversaciones nucleares entre Irán y Occidente. Irán no “ganó” nunca Yemen para perderlo de todas formas y apoyar a los hutíes puede sólo empujar a los enemigos árabes de Irán a un prolongado conflicto del que no hay fácil escapatoria.
Sin embargo, aunque la implicación militar indirecta es consistente con la doctrina bélica de Obama, EEUU podría aún soportar perder. Sí, Obama puede contrarrestar las críticas republicanas –los más firmes partidarios de Israel, por tanto firmemente opuestos a cualquier acuerdo con Irán- implicando militarmente a Irán desde la distancia en una inútil guerra del Yemen. Dicho esto, si los aliados de EEUU fracasan a la hora de conseguir una victoria rápida, lo que de todos modos es improbable, EEUU tendría una de estas dos opciones: renegar de sus aliados (que están ya furiosos por el doble lenguaje estadounidense respecto a Irán) o enredarse en una guerra imposible de ganar que no puede perderse.
Que los hutíes perdieran supondría ciertamente hacer que sangre la nariz de Irán, pero no mucho más allá de eso. Son los árabes y sus aliados regionales los que se arriesgan a una pérdida importante debido a su implicación directa. Y ya que la derrota “no es una opción”, es probable que el atolladero del Yemen resulte más prolongado y letal. Se ha informado de que en las primeras dos semanas de guerra han muerto ya 500 yemeníes. Y es sólo el principio.
Desde luego, hay una salida. Irán y sus rivales árabes deben comprender que los escenarios políticos donde uno aniquila al otro resultan imposibles de lograr. Siria constituye un supremo ejemplo, aunque trágico, de esa realidad.
Deben también tener en mente que EEUU –que juega en ambos bandos contra el otro- está sólo interesado en la región por razones económicas y estratégicas. Con independencia de las exageradas divisiones sectarias, los chiíes, sunníes y otros grupos numerosos se han entrelazado, solapado y coexistido en el Oriente Medio durante siglos. Ninguna guerra, no importa lo destructiva que sea, y ninguna alianza, no importa lo que dure, puede posiblemente cambiar esa inevitabilidad histórica.
Irán y Arabia Saudí, que comprensiblemente no confían el uno en el otro, no deberían buscar sus ambiciones regionales a expensas de sus vecinos. No pueden apoyar selectivamente a varios grupos sunníes y chiíes, fomentando una visión terrorífica de un futuro dominado por el islam sunní o chií, mientras protestan por el sectarismo de la otra parte.
Aunque la trágica situación del Yemen ha sido motivo de lamento ante el fracaso global, podría también presentar una oportunidad de compromiso político que empezara por el Yemen y se extendiera más allá.