Yo, que fui a la guerra porque me aburría un montón; yo, que fui a la guerra para zumbarme a las mujeres de los alemanes. (Jacques Brel, La statue).
En la América de habla hispana el término aguililla tiene una acepción bonísima: dícese de la persona que frecuenta tabernas, acecha a los que se embriagan y procura levantarles la bolsa con disimulo.
Del lado de acá, en el solar patrio, en la modernidad, entendemos como aguililla a la persona taimada que procura obtener -entre otras aviesas intenciones-, los favores de todo lo que gaste faldas sea la dama soltera o casada. Es, pues, término masculino sin ninguna sinonimia en el otro género. Hoy nos detendremos en dos aguilillas de la escuela española del XIX, desvergonzados en lo político y con una desordenada vida galante. Es decir, materia de feliz huroneo para nosotros, los sátrapas.
NOTA BENE. Los hechos históricos poco conocidos por el público están recogidos de las Memorias del conde de Toreno, obra que se citará en el cuerpo de esta crónica.
El 18 de marzo de 1807 salió de Talavera (Toledo) un hombre a caballo. Con disimulo tomó el camino de Madrid portando en la faltriquera una carta de letra disfrazada y un cuadernillo salido del puño del que fuera preceptor del Príncipe de Asturias, el padre Escóiquiz. Componíase el pliego de cinco hojas y media y contenía en apretada letra la cifra y clave para la correspondencia que se intercambiaban entrambos.
Poco tiempo después el embajador francés en la corte española, Beauharnais, se entrevistó clandestinamente en El Retiro con el cura Escóiquiz siendo las dos horas y media de un día de julio; la hora, discreto sitio y caluroso tiempo les dio la seguridad de no ser notados. A mayor abundamiento, el 30 de setiembre de 1807 el diplomático francés conminó por escrito al canónigo toledano para que le ofreciera une garantie (sic., en el original) a resultas de los negocios secretos que tramaba con el príncipe español, Fernando, el futuro rey felón. Una intriga palaciega como la copa de un pino, como puede verse.
El primer aguililla y sus pendencias con El Choricero
Juan Escóiquiz Morata (1747-1820) fue hombre docto y políglota conocedor de la literatura buena de su tiempo -prerrománticos franceses e ingleses, que vertió al español- además de hábil componedor de poesía épica en octavas reales (Poema heroyco, 1798, dedicado a Hernán Cortés). En 1795 fue nombrado preceptor del Príncipe de Asturias por el valido (primer ministro) de Carlos IV, Manuel Godoy, a quien sus enemigos motejaban como El Choricero por su origen extremeño. Los méritos políticos deste chacinero son sobradamente conocidos y no me detendré en ellos salvo en lo básico: a lo que parece se pasaba por la piedra a la esposa del rey, María Luisa, más fea que Picio, y, que, pesía tal, el extremeño la ponía mirando a Cuenca pues tenía una cría de la gallina (eufemismo para eso) como una olla. Los asuntos de alcoba son trascendentales para entender el devenir histórico y, por ende, la historia borbónica española en su rama sátrapa, la de nuestro único interés.
Este ménage à trois era la irrisión de Europa y tenía encendido al heredero. El páter Escóiquiz, lejos de amilanarse y besarle el horto a Godoy, dedicose a conspirar con su pupilo para llevarse por delante a Carlos IV -y de paso al de los chorizos- y entronizar, burla burlando, al desalmado Fernando. Pero, hete aquí que noticioso Godoy de tales conciliábulos (después volveré sobre esto), pilló in braganti (sic, no es errata) a Escóiquiz que vivía amancebado con una barragana que le hacía las labores en su nidito de amor en la Corte. Una situación que la católica España no podía consentir a un hombre de vestidos talares y de santa condición, y, resumiendo, el libertino capellán fue mandado al exilio en 1799 a un lugar de La Mancha como he dicho antes. Pesia tal, los compinches golpistas siguieron teniendo tratos secretos con cartitas y billetes cifrados, y, justo aquí, entraron en escena los sicarios de Napoleón para enredar más la madeja y montar la pajarraca.
La garantía que Beauharnais pidió en setiembre a Escóiquiz la ofreció el futuro Fernando VII el 11 de octubre de 1807 en una carta de su puño dirigida a Napoleón a espaldas de su padre Carlos IV y cuyo borrador escribió su expreceptor. En ella el Príncipe de Asturias solicitaba ayuda al emperador francés, y, como a mano venía, el trono de España pidiéndole desposar con una princesa de la casa Bonaparte como prueba de buena voluntad. La intriga fue descubierta el 27 de octubre (Conjura de El Escorial) y el príncipe Fernando, que ya apuntaba maneras, no se cortó un pelo y delató a todos sus secuaces empezando por Escóiquiz. Un tejemaneje de la oblea que, para su mejor entendimiento, nos obliga a detenernos en otros sucedidos de la época.
La quedada de Fontenebló
El mismo día de la movida de El Escorial se firmó en un palacio de las afueras de París un acuerdo franco-español por el que se consentía que las tropas francesas atravesaran nuestro país para ir en derechura a Portugal a fin de escarmentar y dar su merecido a todo hijo de vecino que chapurreara portugués, como colaboracionista que era de los fementidos ingleses. (Tratado de Fontainebleau, 27 X 1807). Efectivamente, Godoy se la tenía guardada a la pérfida Albión tras el quilombo que montó el almirante Nelson en Trafalgar y otros asuntos como el de los piratas británicos que ofendían a nuestros mercantes cuando trapicheaban con los ultramarinos de las colonias (oro, plata, cardamomo, cartones de Winston y cosas así), siendo bases principales los puertos de Portugal. Pero no nos desviemos del hilo del cuento con cuestiones menores y volvamos al Tratado de marras.
Por parte española su muñidor y firmante fue un personaje al que mi historiador de guardia y único para mí fiable, asturiano por más señas, definió como hombre sagaz, travieso y de amaño a cuyo buen desempeño estaban encomendados los asuntos de Godoy, disfrazados bajo la capa de otras comisiones.(José María Queipo de Llano y Ruiz de Sarabia, conde Toreno. Historia del levantamiento, guerra y revolución de España. París, 1838, p. 4). Veamos el perfil del pollo en cuestión y sus “otras comisiones”.
Eugenio Martín Izquierdo de Rivera y Lazaún (circa 1745-1813) fue naturalista de fama y diplomático con más escamas que un galápago. De origen navarro no se conformó con conocer el cultivo de la alcachofa y el espárrago -como es de suponer- sino que se aficionó a toda clase de plantas raras y bichos extravagantes llegando a ser una autoridad reconocida en toda Europa. Como era relisto y bien preparado Godoy le nombró embajador pero su verdadero oficio era bien otro: fue, simplemente, espía.
Así me aspen las pocas feministas que me lean, que de todo hay en este incendiario papel periódico.
Empingorotado con su flamante uniforme del Real Gabinete de Historia Natural no hubo copetín, sarao o guateque de la corte napoleónica al que dejara de asistir. Dotado de singular erudición y gracejo natural (y vistosos ropones, que todo contaba en aquella época) se ganó las simpatías de la corte francesa y, es de suponer, de los círculos de sus cloróticas damas. No tengo pruebas de ello y Toreno guarda un respetuoso silencio al respecto pero no me cabe la menor duda de que este 007 decimonónico calentó los pies de Louise de Cohausen, esposa del intrigante Beauharnais cuando éste estaba en España en comisión de servicios con Escóiquiz y Fernando. Patriótico encamamiento, por qué no decirlo, a mayor gloria del Reyno de España y de su primer ministro, el choricero.
¿Qué no? Por mi santiguada que ansí es así me aspen las pocas feministas que me lean, que de todo hay en este incendiario papel periódico. Al loro. El complot de El Escorial fue descubierto por informaciones que Godoy recibió de persona de su confianza en París y no hay que ser un lince o catedrático por Salamanca para colegir quién fue el soplón. Pero, ¿de dónde sacó Izquierdo la información del cambalache de Beauharnais y Escóiquiz? ¿Leyendo la prensa rosa de la época? ¡Quia! A otro can con ese hueso: ¡de la dulce Louise!, aburrida y abandonada por su marido, que de seguro pió la movida al espía español mientras fumaban un pito tras eso. Y no me apeo una coma, soy afamado sátrapa y quien ponga en duda la bondad de mis investigaciones histriónicas (sic) patafisicas conocerá la punta de mi espada.
La Guerra de la Pendencia española
Sin que sirva de precedente coincido con los historiadores vulgares cuando mantienen que el proemio del 2 de mayo hay que ubicarlo en la caída de Godoy y la abdicación de Carlos IV tras una revuelta popular (Motín de Aranjuez, 18 III1808). El adalid del mismo fue un sátrapa que dejó como niños chicos a los dos de hoy: un noble libertino y calavera al que no se le cayeron los anillos dándose un baño de populacho con el alias de “Tío Pedro” (Eugenio Eulalio de Palafox y Portocarrero, conde de Montijo). Es mi aguililla favorito y sus charlotadas, correrías y andanzas son para partirse la caja. Para no perdérselas. A él dedicaré mis avellanadas letras tras la publicidad, es decir, en el próximo capítulo.
Pero debo ir acabando y me pondré melancólico con unas gotitas de acrimonia. También, sin que sirva de precedente.
Los aguilillas de ahora y siempre confunden nazi con Niza y rebozan las croquetas con arena y no con harina, que para ellos viene a ser lo mismo. Nuestros héroes de hoy fueron de naturaleza embrolladora y follonera pero hay que reconocerles un mérito histórico: con sus mamoneos (que, sin perdón, así se dice) contribuyeron como campeones a crear tal confusión social en nuestra patria que por primera vez -y única- el pueblo español aparcó sus diferencias y escribió la página más digna de nuestra nación en su azarosa y disparatada historia: peleando codo con codo absolutistas y liberales, carcas y progresistas, curas trabucaires con masones, etc., en la Guerra de la Independencia. O, mejor aún, todo un pueblo levantado en armas en pro de su soberanía nacional.
A día de hoy la utopía de la soberanía nacional tiene muy pocos adictos pero haber, algunos habemos.
Próximo capítulo: La Guerra de las Falacias, episodio II: El aguililla contraataca (El Motín de Aranjuez)