Dolor y Gloria, de Pedro Almodóvar

Desde las entrañas

Dolor y Gloria

Más sabe el diablo por viejo, que por diablo. Y no sé cuánto le habrá costado reconocerlo, pero Pedro Almodóvar ha asumido que se está haciendo viejo. Le dolía todo tanto, estaba tan cansado, que hasta se planteó no volver a ofrecernos ninguna película más. Y entonces, como no podía ser de otra manera, se puso a escribir, a contarnos otra historia. Es su único bálsamo, su única y verdadera droga

Pero sólo le salían trozos de su vida, recuerdos almodovarianos, deformados por su propia visión, por su propio cine, confusos, fundidos en una sola experiencia. Imposible separar a estas alturas los recuerdos reales de su obra. Como todo artista que se precie, su vida y su cine son la misma cosa.

Si alguna vez has intentado escribir algo, si eres aficionado al arte de narrar, y/o conoces la obra de nuestro quizá más importante artista vivo, casi seguro que intuyes que su forma de crear es lanzarse al abismo sin paracaídas, dejándose llevar, tomando posición por unos personajes creados desde el reto de ver hasta dónde llegan, guiados por sus pulsiones más íntimas, sin importar las consecuencias. “¡Que estoy muy loco, hostias!” gritaba Antonio Banderas en Átame

El problema es que esta vez, el personaje era él mismo. Como nunca antes en su vida/carrera, el terrorífico espejo en el fondo del abismo era infranqueable. Tenía dos opciones. La cómoda era darse media vuelta y descansar por fin. Merecidísima, ya siendo un gigante, ya siendo parte de la Historia del mundo, y hasta del lenguaje, convertida su mirada en adjetivo de uso común, más allá incluso del ámbito del cine

Pero Pedro, nuestro Pedro, sabía que no podía hacer eso. Nunca se lo perdonaría. Tenía que lanzarse contra el espejo, tenía que romperse con él en mil pedazos. Tenía que lamer su propia sangre en un rito chamánico ancestral en el que no había vuelta atrás. Como siempre, sin importar las consecuencias, sin pensar en las heridas. Cerró los ojos, y se puso a ello, tirando de entrañas

Desde los albores de la humanidad, contar historias y recrearse en ellas siempre ha sido una necesidad primigenia. De esta necesidad se ha nutrido todo aquel con algo que contar, todo aquel que ha querido ser artista y servirnos y deleitarnos con sus personajes, con sus elecciones, que siempre han tenido algo de su propia vida (una ficción siempre es autoficción). Pero también, y en bastante mayor medida, se han servido de esta necesidad aquellos cuya única y espúrea motivación es sacarnos los cuartos y aprovecharse del respetable. Nuestra época abunda en ejemplos, ya en su versión más fría y descarnada, como la prensa amarilla (por enferma) con sus morbosas historias de ricos y famosos, o más recientemente los malolientes realitys que destapan las trapos sucios del vecino y lo despellejan en directo, o ya rizando el rizo y al calor de los nuevos medios, el tan inconcebible como volátil ejército de influencers y youtubers devoradores de visitas y me gustas, que incluso te ofrecen elegir qué gilipollez quieres que sea la siguiente que hagan

Frente a toda esta masa inmunda e infame se alza nuestro manchego universal, su Dolor y su Gloria, como un tótem antiquísimo, erosionado en la superficie pero incólume por dentro, para decirnos que siempre se podrá estar a contracorriente y ser íntegro, creando con los mismos materiales (los únicos que hay), los de la propia vida, pero guiados por una posición radicalmente contraria. La de ayudarnos a entender el mundo

El genio manchego se niega a tildar la película de autorretrato, pero lo hace para indicarnos el camino. Para que busquemos más allá del morbo y el jueguecito de las adivinanzas sobre su vida real. Para que miremos profundamente, por ejemplo, a través de la relación con su madre, fuente de vida y amor infinito, aunque doloroso y decepcionante, como se confiesan mutuamente madre e hijo en esa inolvidable escena de Julieta Serrano y Antonio Banderas.

Para que vivamos el despertar de la sexualidad de esa forma tan exquisitamente realista, con su calor, su sudor, su deseo prohibido, así como quien no quiere la cosa, viendo a un niño que nota algo extraño por primera vez al mirar a un apuesto joven que está trabajando en su casa. Y ese dibujo que le hace como metáfora del cine, de esa mirada artística, chispa del primer amor y a su vez trozo de memoria que provocará el arte

El trasunto de Almodóvar, magistralmente interpretado por Antonio Banderas, también está dispuesto a revisitar su pasado sólo por amor a su público, aunque para ello tenga que rajarse por dentro, que revisar uno a uno todos sus dolores. Con una técnica narrativa prodigiosa, tan bien hilada, tan armónica, que te lleva sin que la notes en ningún momento

Siempre al servicio de un objetivo, que sólo puede salir de escribir desde las entrañas.

Y es que al crear desde las pulsiones más íntimas, siempre hemos visto mucho de Almodóvar en su obra, pero en esta se propone quizá el reto más importante de su carrera

Un sublime ejercicio de autoficción que no es ni más ni menos que una ofrenda sagrada, un sacrificio al dios (que somos nosotros, los espectadores, su público). Desgarrándose por dentro sin control ni medida, ofreciéndonos lo que sabemos que es su vida real pero siempre al servicio de este ritual sagrado que hemos llamado Cine. Arriesgándose como nunca a ser malinterpretado, a que nos quedemos con el puro morbo superficial de sus historietas, que está ahí también desde siempre, de si se metía heroína o si follaba con éste o con aquél

Un riesgo que valía la pena correr, para chutarnos en vena, a todo aquel que esté preparado, cierre los ojos y abra el brazo, su más honda conclusión vital, el fruto más valioso de su intensa experiencia: déjate llevar por tus pasiones, por tus deseos más hondos, sin importar las consecuencias, porque al final, aunque cueste y duela mucho, valdrá la pena

Y este es el sabio y milenario consejo que nos ofrece el inmenso, el ya viejo (quién lo iba a decir) Almodóvar en esta obra suya inolvidable, que entronca con lo más hondo de nuestro arte universal, como por ejemplo La casa de Bernarda Alba, de Federico García Lorca, que dice “cuando las cosas llegan a los centros ya no hay quien las arranque”. Conectando una vez más, pero esta si cabe más intensamente, con el sentir popular más profundo, aquel que sabe que en el fondo no nos queda otra que dejarnos arrastrar por nuestras pasiones, matando al policía que llevamos dentro, rompiendo la represión a la que nos someten, rompiéndonos en mil pedazos y renaciendo. Viviendo y actuando desde las entrañas.

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