Ha vuelto a estallar el dolor y la vergüenza de los desahucios y nuestros políticos tan contentos rebuscando pelillos de másters y de conversaciones comprometedoras, para lograr cómo noquearse unos a otros en el hemiciclo parlamentario. ¿Cómo en nuestra Democracia, que presume de un Estado de Derecho, han sido posibles las cruces sangrientas de 60.754 desahucios en 2017, 166 diarios?
Y se ejecutaron impávidamente, en contra de la Declaración de los Derechos Humanos y de nuestra Constitución. Ha sido la prueba más lacerante de ausencia e insensibilidad de los poderes públicos frente a la sociedad a la que dicen servir, metidos ellos en sus problemas internos, dentro de un nivel de vida más que confortable.
Nuestro Estado de Derecho legisla que ningún ciudadano puede quedarse sin vivienda y, si llega el caso, se le busque solución humana. No sólo no se ha respetado la ley sino que se la aplicado con inhumanidad e impiedad: “¡Summum ius, summa injuria”.
En esta sociedad, de ricos y pobres: de una minoría que vive opulentamente y goza de monopolios y privilegios; de una clase media que vive bien y con un grado alto de prosperidad y bienestar; de una mayoritaria clase operaria que trabaja las mismas horas pero con sueldos muy, muy inferiores; y de una clase pobre que, aun queriendo trabajar, no lo logra y se encuentra necesitada, marginada, angustiada,… los principios éticos y religiosos, que debieran ordenar solidariamente nuestra convivencia, no funcionan, son papel mojado.
Signo éste de que nuestra cultura está deshumanizada, instalada en la hipocresía.
1.Declaración universal de los Derechos Humanos
– “Toda persona tiene todos los derechos y libertades proclamados en esta Declaración (Art. 2 y Art.7)
– “Toda persona, como miembro de la sociedad, tiene derecho a la seguridad social, a los recursos del Estado y la satisfacción de los derechos económicos, sociales y culturales, indispensables a su dignidad y al libre desarrollo de su personalidad” (Art. 22).
-“Toda persona tiene derecho, sin discriminación alguna, a igual salario por trabajo igual” (Art. 23) y “A un nivel de vida adecuado que le asegure , así como a su familia, la salud y el bienestar, y en especial, la alimentación , el vestido, la vivienda, la asistencia médica y los servicios socociales necesarios”(Art. 25).
2. La Constitución Española
La Constitución Española ya en el Preámbulo declara que “La Nación española desea proteger a todos los españoles en el ejercicio de los derechos humanos”, para lo cual, reconociendo que “Todos los españoles son iguales ante la ley” (Cap. II, Art. 14), encomienda a los Poderes públicos “Promover las condiciones para que la libertad y la igualdad sean reales y efectivos” (Tít. Preliminar, Art.9).
Entre esas condiciones están las de garantizar “El derecho al trabajo y a una remuneración suficiente para satisfacer sus necesidades y las de su familia” (Cap. II, Art. 35), “Promover una distribución regional y personal más equitativa” (Cap. II, Art. 40), y “Regular la utilización del suelo de acuerdo con el interés general para impedir la especulación y hacer efectivo el derecho de todos los españoles a disfrutar de una vivienda digna y adecuada” (Cap. II, Art. 47).
3. Una nación orgullosa de ser mayoritariamente católica
La fe católica ha configurado la sociedad española en instituciones y costumbres. Apenas hay ámbito o dimensión de su historia que no lleve su huella. Pero, si confrontamos la vida pública de esta sociedad con los postulados de la Etica y del Evangelio, los desahucios muestran a qué grado de injusticia y desigualdad hemos llegado.
Al respaldo de las leyes en este caso, se suma la luminosa fuerza del mensaje de Jesús de Nazaret. El templo verdadero que hay que respetar y en el que se reconoce a Dios es la persona humana, que está por encima del templo material. Toda la línea profética, realzada por el Nazareno, destaca este particular: el culto es valioso, pero en cuanto expresión y ratificación de la justicia, de la verdad y del amor. Un culto que no lleve esa marca, le resulta a Dios nauseabundo y aborrecible. Nuestros políticos, artífices y garantes del Bien Común, lo menos que pueden hacer es salir al encuentro de ese drama, tener entrañas que les conmuevan y darle solución prioritaria.
Para rodeos ante los vulnerables, asaltados y caídos por malhechores, ya fueron bastante los levitas y sacerdotes de Jerusalén, que pasaron de largo para irse al templo. Jesús ensalzó al buen samaritano (despreciado, de segundo orden, poco ortodoxo) que tuvo corazón y supo recomponer una existencia maltrecha. ¿Tan difícil resultaría investigar y controlar a tanto sacerdote y levita de hoy que pasan de largo?
Si hay dinero para los que se han enriquecido malamente a base de engañar y robar millones de euros sin que se les haya procesado, ¿no puede haberlo para los que con trabajo o sin él, con dificultades y apuros extremos, procuran pagar y no llegan?
Alancearlos legalmente y echarlos a la calle, es una canallada. Ciertamente, esto sólo ocurre en la jungla de nuestras urbes, donde la relación humana y el valor de cada uno como persona y hermano, se ha diluido o deglutido: “Lo que cuenta es el negocio propio, el triunfo personal, sacar a flote el máximo beneficio, aún a costa del sufrimiento y muerte de no pocos.”
Y, no sólo financieros, gestores públicos y políticos , sino muchos ciudadanos hemos entrado en esa dinámica de la especulación.
Nada será posible sin una mentalidad nueva, sin un repartir y compartir más , sin un acumular menos, sin una Administración nueva y sin una Política nueva. Eso, y no el progreso desigual, individualmente endiosado, es lo que nos hace una nación digna, democrática, humanista y cristiana de verdad.