En apenas una semana, Barack Obama ha creado las condiciones para pasar a la historia. En este breve plazo de tiempo ha concluido dos de los objetivos más ambiciosos de su programa. La reforma de la atención sanitaria en EEUU, y la firma de un acuerdo con Moscú por el que ambas potencias reducirán el 30% de su arsenal estratégico nuclear en el plazo de 10 años.
En el lano interno, la aprobación del proyecto de reforma de la atención sanitaria marcará probablemente un antes y un después en EEUU. Para hacerlo, se ha visto obligado a librar una terrible batalla con la extrema derecha, los grupos ultraconservadores y la poderosa industria de los seguros médicos, que aún no han dicho la última palabra. Paralelamente al feroz debate que se libraba en Washington, en Ginebra tenia lugar una no menos fiera negociación. Como resultado, Rusia y EEUU firman un nuevo tratado START para la reducción de sus respectivos arsenales nucleares. Para lo cual Obama ha tenido que lidiar también con importantes sectores del complejo militar industrial y no pocos de sus estrategas militares, imbuidos todavía del espíritu de la Guerra Fría. Gracias a él, Washington y Moscú reducirán en un 30% sus cabezas nucleares estratégicas y casi un 50% las lanzaderas de misiles –con base en tierra, mar o desde bombarderos estratégicos– capaces de transportar los mortíferos ingenios. ¿Regresa el teléfono rojo? Con la firma del Tratado, EEUU no sólo busca “resetear”, es decir, reconfigurar sus relaciones con Rusia desde una nueva base, sino establecer –en palabras del propio Obama– una “alianza fuerte” y estable con Moscú. Al tiempo que espera volver a activar la “línea directa” con su homólogo ruso Medvedev, al modo del famoso “teléfono rojo” que durante la Guerra Fría conectaba directamente y sin intermediarios a la Casa Blanca con el Kremlin cada vez que la tensión mundial se elevaba varios grados. De conseguir este objetivo, la política exterior norteamericana conseguiría una baza muy importante en su despliegue global, pues desde el fin de la Guerra Fría, las relaciones entre Washington y Moscú han sufrido continuas oscilaciones y fluctuantes cambios de sentido. En una primera etapa, la de Yeltsin, la inestabilidad y el caos interno de una Rusia en recomposición, necesitada de “poner orden” (político, social, económico,…) en el interior para poder definir su nueva posición en el mundo –ya no era una superpotencia hegemonista, pero, ¿que era entonces,… o que aspiraba a ser?– condujeron a la creación de un inmenso “agujero negro” en el tablero internacional. Vacío aprovechado por EEUU para, mientras por un lado, otorgaba favores y amistad a Yeltsin y el pequeño grupo de oligarcas aupados al poder económico por él, por el otro daba bocados en el antiguo glacis soviético, llevando la frontera de sus alianzas políticas y militares hasta las mismas puertas del imperio ruso. Fracasada la tentativa de la línea Yeltsin de instaurar un capitalismo de corte liberal a lo occidental en Rusia, las fuerzas hegemónicas de la vieja nomenklatura soviética –lideradas por el KGB de Putin– se hicieron con las riendas del Kremlin, instaurando una especie de capitalismo de tipo estatal-autoritario, basado en la utilización al máximo de sus ingentes recursos en materias primas. Y buscando aprovechar cualquier resquicio en el plano internacional –algo que los dos mandatos de Bush ofrecieron en abundancia– para, enfrentándose a un Washington empantanado en Irak, reponer parte de su antigua posición mundial y, sobre todo, intentar restaurar su dominio imperial en las zonas consideradas históricamente por el Kremlin como su “patio trasero” (el Cáucaso, Asia central, la Rusia Blanca,…) Sin embargo, en el actual período por el que atraviesa la política mundial, período caracterizado por la fluidez, el dinamismo y las alianzas móviles que determina el ocaso imperial de la superpotencia yanqui y la irrupción de las potencias emergentes, ningún acuerdo de reducción de armas estratégicas nucleares entre EEUU y Rusia puede entenderse como un asunto meramente bilateral, mucho menos valorarse al margen de su significado y sus repercusiones en esta cambiante disposición del tablero mundial. Una compleja ecuación Al inicio de su mandato, Obama definió las relaciones EEUU-China como “las relaciones bilaterales más importantes” del siglo XXI. Y está en lo cierto. Pero a esta operación aparentemente simple, al operar únicamente con dos factores, se le superponen ecuaciones más complejas que nacen de las relaciones, todavía imprecisas y cambiantes, de la superpotencia con el resto de potencias emergentes, de éstas entre sí y de cada una de ellas con la superpotencia. Y de todas estas ecuaciones complejas, la de mayor rango –por lo menos en esta fase, mientras la India no alcance un grado superior de desarrollo en su condición de potencia regional– es la que enlaza (o desanuda) a Washington, Moscú y Pekín. Contrasta vivamente la inusitada celeridad con que se ha cubierto desde principios de año la última etapa de las negociaciones sobre un acuerdo que llevaba casi un año estancado, coincidiendo con el abrupto deterioro de las relaciones entre EEUU y China a cuenta de la devaluación del yuan, la venta de armas a Taiwán o el recibimiento de Obama al Dalai Lama. En las cancillerías internacionales más avisadas, se extiende la poderosa sombra de la sospecha de que Washington pudiera estar maniobrando en este asunto, haciendo más concesiones de las inicialmente previstas a Rusia, para romper, o al menos debilitar, la alianza cuasi-estratégica que desde hace un lustro mantienen de facto Moscú y Pekín. Tanto Moscú como Washington salen beneficiados de este acuerdo de reducción de su arsenal nuclear. Pero las ganancias que ambos obtienen son de muy distinto significado. Para Medvedev la firma del tratado supone poco más que hacer de la necesidad virtud, pues con acuerdo o sin él Rusia se habría visto obligada, por razones de disponibilidad económica y obsolescencia tecnológica, a reducir su arsenal nuclear estratégico a ese mismo nivel acordado y en un plazo incluso inferior a los 10 años. Con lo cual gana reconocimiento internacional por su disposición al diálogo y el acuerdo en un asunto tan sensible, aparentemente a cambio de nada. Pero sólo aparentemente. Porque en el otro lado de la mesa, Washington, al otorgarle ese plus de credibilidad a Moscú sí está intentando comprar algo muy valioso para su estrategia global. Al ayudar a proyectar una imagen de Rusia como interlocutor clave de Estados Unidos en mantener el equilibrio estratégico mundial, dando así una imagen que, aunque Rusia ya no sea una gran potencia global, aumenta su prestigio ante los ojos del mundo, Obama alivia el alto grado de tensión acumulada durante los dos mandatos de George W Bush. Buscando con ello ganar capacidad de influencia sobre el Kremlin con el objetivo de tratar de ‘reconducir’ la posición rusa en cuestiones vitales de política exterior, tales como la cuestión nuclear de Irán, los problemas energéticos o de Oriente Medio y, lo que es más importante, la emergencia de China. Mientras que desde el colapso de la URSS, Pekín ha ido tejiendo, paciente pero persistentemente, una profunda red de intereses comunes y relaciones económicas, políticas, militares y diplomáticas con Moscú, las relaciones ruso-norteamericanas han permanecido en todo este tiempo estancadas, cuando no deteriorándose. La firma del nuevo tratado START parece indicar que Washington desea recuperar el terreno perdido. Y hacerlo de tal modo que pueda ir ganando el suficiente espacio y capacidad como para que el alineamiento de Moscú y Pekín en algunas de las principales cuestiones que están decidiendo el nuevo orden mundial no sea algo inevitable.