EL OBSERVATORIO

Declaración de principios

La editorial independiente JEKYLL & JILL abre su nueva “colección fontanela” con un texto imprescindible

“Por qué la literatura experimental amenaza con destruir le edición, a Jonathan Franzen y la vida tal y como la conocemos” es el descriptivo e hilarante título de un ensayo breve que el escritor norteamericano Ben Marcus publicó como respuesta a la modificación alarmante del término “elitismo” que el también escritor americano Jonathan Franzen (actual rey del “canon” de la gran novela americana, tras títulos como “Las correcciones” o “Libertad”) llevó a cabo en un artículo sobre William Gaddis titulado “Mr. Difficult”, en el que Franzen califica la prosa y el estilo de Gaddis como “soberbia estéril”, una forma deliberada de asustar y apartar a los lectores de los libros y, de esta forma, empujarlos a otras formas de entretenimiento que plantean menos dificultad, lo que en definitiva conduce a la muerte de la literatura.

Los argumentos de Franzen no son nuevos, pero destaca su virulencia y el papel central que su diatriba ha alcanzado en el mundo literario anglosajón, pues sus tesis han sido publicadas en los principales y más prestigiosos medios de comunicación que aún se ocupan de temas literarios, como, por ejemplo, la mítica revista New Yorker.

Franzen se ha erigido por voluntad propia en una especie de salvador de la literatura en unas circunstancias particularmente hostiles: el desarrollo de una industria del entretenimiento que ha conseguido tener artefactos mucho más atrayentes que el libro. Frente a ello, dice Ben Marcus, Franzen “ha destacado sobremanera en su preocupación por el potencial de la literatura como medio de entretenimiento de masas”. En ese sentido, el argumento de Franzen es que si la literatura presenta al lector ciertas “dificultades”, este se alejará de ella y buscará el entretenimiento por otra parte.

En una entrevista, al hilo de una pregunta sobre el Ulises de Joyce, el texto tenido por antonomasia como paradigma de la dificultad, Franzen dice que “Con su aparición sistemática en las listas de los diez mejores libros del siglo XX, le estamos dando el siguiente mensaje al lector de a pie: la literatura es tremendamente difícil de leer. Y al aspirante a escritor: el respeto se gana mediante la dificultad extrema. Eso es un despropósito. Es un despropósito sobre todo cuando la palabra impresa lucha por la supervivencia frente a otros medios”.

Como corolario de esta reflexión, Franzen dispara con bala contra los escritores que se salen del canon del “realismo” más ramplón, que intentan aún que la literatura sea una actividad artística, que utilizan el lenguaje de la forma menos convencional, que intentan experimentar nuevas vías y nuevos caminos para la narración. Tampoco salen mejor paradas las pequeñas editoriales independientes que publican libros poco o nada comerciales y apuestan por la literatura experimental; para Franzen estas editoriales son una especie de cáncer del mundo literario, que están matando el producto.

Y utilizo la palabra “producto” con toda intención, ya que los argumentos de Franzen no dudan en utilizar en todo momento los términos de una industria al uso. Así, maneja el término “contrato”, que vendría a ser en literatura algo similar a lo que es en una ferretería o en Wall Mark. Según Franzen “El contrato estipula que si un producto no te satisface la culpa de del producto”. De modo que “Si te partes un diente con una palabra dura en una novela, denuncias al autor”. Y tras unos ejemplos más igual de mejaderos concluye: “Eres el consumidor, tú mandas”.

De modo que los autores que “violan el contrato”, es decir, aquellos que en sus textos plantean algún tipo de dificultad al lector, y que no se toman con suficiente seriedad su entretenimiento, deberían renunciar a la escritura, o al menos a su tipo de escritura, ya que son letales para la industria literaria, de la que Franzen es el adalid. Es más, y hablando de William Gaddis, va todavía más lejos: Gaddis, dice, escribe de manera obtusa sólo porque puede y, en el fondo, detesta su propia obra: “Sospecho que el mismo Gaddis preferiría ver Los Simpson. Sospecho que si sus últimas novelas las hubiese escrito cualquier otro autor, no habría querido leerlas y que de haberlas leído no le habrían gustado… Esto es servirle al lector un plato que uno mismo no se comería… Se trata del incumplimiento definitivo del Contrato”. Así pues, el escritor que no se somete a las reglas que Franzen considera que cumplen el famoso contrato, son unos tocapelotas que quieren lucirse “epatando” al lector, pero que en el fondo se odian a sí mismos y odian lo que hacen. Cuando están solos en su casa, aborrecen el Ulises y encienden la televisión para ver el último reality show.

El ataque de Franzen no solo aspira a fijar definitivamente el tipo de literatura al que él se ha sumado con fervor en los últimos tiempos (pues él fue en sus orígenes en cierto modo un “escritor experimental”, que fracasó en las ventas de sus libros), sino que pretende erigirse en el juez definitivo del gusto literario. Aunque, en realidad, esto tampoco es estrictamente así, pues el verdadero juez son las ventas, el éxito y la fama: que es lo que Franzen quiere realmente tener, la esencia de su posición, el hilo de Ariadna que verdaderamente lo arrastra.

De esta manera, y encabezando la lucha contra la “dificultad” en la literatura, Franzen se ha convertido en el caudillo de la nueva rebelión conservadora. A pesar de su supuesto talante progresista, avalado por el hecho de ser el “escritor favorito de Obama”, literariamente hablando Franzen representa la cabeza más rutilante y más incisiva del nuevo conservadurismo literario. Un conservadurismo que, además, bajo la excusa de competir con las otras formas de entretenimiento y salvar la literatura, lo que está consiguiendo es convertir a la literatura en una rama más de la industria del entretenimiento. Lo que propone Franzen es literalmente sacrificar, “rendir” la literatura en la pira de esa industria, convertirla en otra pieza más de ese entramado ultraconservador, para así conseguir vender (él) más.

Con el criterio de luchar contra “la dificultad”, no sería extraño empezar a proponer que se eliminen del canon literario la mayoría de los grandes escritores, empezando por Homero, Esquilo, Cervantes, Dante o Shakespeare, por no decir esos “monstruos” de la dificultad que son Proust, Joyce, Kafka o Faulkner.

Las ideas de Franzen no son nuevas, pero sí lo es el destino y el contexto de su ataque. Lleva razón cuando dice que las nuevas formas de entretenimiento de masas suponen una amenaza para la lectura de libros, pero su “solución” a este desafío es la absoluta rendición. Es, ni más ni menos, renunciar a la esencia de la literatura.

No es casual que la respuesta de Ben Marcus a Franzen haya sido publicada en una pequeña editorial independiente como Jekill & Jill, una de esas editoriales que según Franzen contribuyen a “asesinar” la literatura. Publicar este libro es, sin embargo, una extraordinaria declaración de principios. Es una corroboración de algo que cada día afirman más los buenos escritores: que las editoriales pequeñas e independientes son el futuro de la literatura. Es levantar una bandera en pro de la literatura frente a los que quieren rendirla.

Junto al texto ya reseñado, el libro de Jekyll & Jill, contiene al final otro interesante artículo de Ben Marcus, y emparedado entre los dos, un texto de Rubén Martínez Giráldez que pretende contextualizar, sin vocación exhaustiva ni académica, el caso español de la querella entre el fablar oscuro y los supuestos beneficios resultantes de borrar el estilo.

Jekyll & Jill inaugura con este texto una nueva colección dentro de su espléndido catálogo: la “colección fontanela”, que promete sin duda emociones fuertes para el lector.

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