Ni siquiera Viktor Orbán esperaba ganar por tan amplia mayoría. Con más del 54% de los votos, y con 20 puntos de ventaja sobre sus perseguidores -una amplia coalición en la que había confluido un amplio arco de partidos opositores, desde la izquierda a la derecha- la victoria de Fidesz es arrolladora, y proporciona al ultraderechista presidente húngaro dos tercios de mayoría parlamentaria y un cuarto mandato consecutivo.
«Se trata de una victoria tan grande que se puede ver desde la luna y, sin duda, desde Bruselas», dijo con un tono de burla y revancha Viktor Orbán a sus seguidores, congregados para festejar un éxito electoral que ni las encuestas más pro-orbanistas habían sabido prever. Acto seguido, cargó contra todo lo que considera «enemigos»: los burócratas de Bruselas, los medios de comunicación, la izquierda, George Soros y hasta el propio presidente ucraniano, Volodímir Zelensky.
Naturalmente, toda la extrema derecha europea -que tiene en Orbán y en el gobierno polaco de Mateusz Morawiecki a sus grandes referentes- se apresuraron a felicitarle. La francesa Marine Le Pen, el italiano Matteo Salvini, el británico Nigel Farage o el español Santiago Abascal se deshacían en elogios. La felicitación también llegó del Kremlin. Putin -cuya sintonía y complicidad con Orbán es bien conocida- felicitaba al primer ministro húngaro y le invitaba a seguir fortaleciendo su relación con Rusia.
De Bruselas y de las cancillerías europeas no ha llegado ni una sola nota más allá de las felicitaciones formales, pero todo el mundo sabe que la pervivencia de un gobierno ultra -permanentemente enfrentado con Bruselas, Berlín y París, y con abiertas complicidades con Moscú- es un dolor de cabeza de primer rango para los centros de poder europeos.
La victoria de Orbán ha sido lícita. La OSCE desplegó más observadores que nunca, y éstos certificaron unos comicios pulcramente organizados. Pero esa misma organización también ha alertado de la «ventaja indebida» con la que, a lo largo de la campaña, ha contado Orbán. La OSCE habla de “un solapamiento generalizado de los mensajes de campaña de la coalición gobernante y de las campañas de información del gobierno, lo que amplió la ventaja de la coalición gobernante y difuminó la línea entre el Estado y el partido”.
Esa ventaja indebida se refiere, por ejemplo, a los miles de minutos de publicidad institucional a favor de Orban y Fidesz lanzados en las semanas de campaña por parte de los medios públicos y privados, en su inmensa mayoría en manos de una oligarquía muy cercana a Orbán. Por contra, el candidato de la oposición, Péter Márki-Zay, tuvo cinco minutos en la televisión pública… una sola vez en las seis semanas de campaña.
Un régimen reaccionario, una telaraña iliberal
El ultraderechista magiar, que lleva al frente del gobierno húngaro de forma ininterrumpida desde 2010, ha construido un régimen que muchos llaman «iliberal», una especie de transición entre una democracia parlamentaria y un régimen autocrático. A lo largo de estos doce años, Orbán -y los sectores de la clase dominante húngara que le sostienen y a los que él representa- ha ido socavando los pilares democráticos del país. Lo ha hecho paso a paso, por etapas.
En su primera legislatura (2010-2014), el gobierno de Fidesz se hizo con el control de los organismos democráticos claves y de los mecanismos de contrapeso, colocando a hombres de confianza en puestos clave como la Fiscalía, el Tribunal Constitucional, o la autoridad que regula los medios. También reformó la Constitución y empezó con los primeros cambios legislativos, entre ellos, el del sistema electoral, que ahora favorece a Fidesz.
En un segundo movimiento, Orbán reformó la organización del gobierno de los jueces, consiguiendo un formidable poder para influir en el poder judicial. Los jueces incómodos para Fidesz no pueden ser destituidos, pero se les hace la vida imposible: peores condiciones laborales, traslados de oficina o retiradas de bonus. Lo mismo pasa con otros funcionarios públicos: los profesores, trabajadores de ministerios, etc…
En un tercer asalto, el gobierno ultra de Orbán -y el sector de la clase dominante húngara por él representado- centró sus esfuerzos en construir un verdadero imperio mediático. Se eliminaron las restricciones a la concentración de medios de comunicación, y el Consejo de Medios, dominado por el gobierno y los grupos afines, pasaron a imponer un asfixiante control de la información. La televisión y la radio públicas pasaron a ser altavoces de Fidesz, y los diarios regionales pertenecen todos a una fundación cercana al Gobierno que en 2018 recibió como donación unos 400 medios entre radios, televisiones, medios online y revistas que 10 editores habían ido adquiriendo.
Por el contrario, todos aquellos medios que mantuvieron una posición contraria o crítica con el gobierno fueron hostigados sin descanso con toda una batería de medida coercitivas, desde la asfixia económica, la retirada de ayudas o anunciantes o multas administrativas por cualquier motivo.
Este régimen clientelar, esta concentración de poder hace que gran parte de la población -especialmente en las zonas rurales donde Fidesz tiene un enorme e inamovible bastión electoral- esté presa de la propaganda ultraconservadora de Orbán. Este asfixiante control político e ideológico sólo es más débil en las grandes ciudades, más plurales y cosmopolitas.
La guerra de Ucrania agrieta al grupo de Visegrado
La capacidad que ha tenido Orbán para desafiar el poder de Bruselas en los últimos años ha dependido de la alianza de Hungría con otros gobiernos centroeuropeos de corte ultraconservador: Polonia, República Checa y Eslovaquia. El llamado «Grupo de Visegrado», que durante los cuatro años de Trump contó, además, con el solapado aval de la Casa Blanca para oponerse a las decisiones de las grandes potencias europeas y contribuir así a soltar las costuras de la UE.
Pero esos tiempos han cambiado. De la Casa Blanca ya no llega ningún respaldo, sino todo lo contrario, para el ultraderechista gobierno magiar. Y la guerra de Ucrania y la posición pro-rusa de Orbán le ha enfrentado a uno de sus tradicionales aliados en la defensa de políticas ililberales y reaccionarias, el gobierno de Ley y Justicia de Morawiecki. No hay nadie más furibundamente antiruso en toda la UE que el ejecutivo de Varsovia.
Por más que Varsovia y Budapest vayan a seguir entendiéndose para defenderse de Bruselas, el recrudecimiento de la guerra en Ucrania y el creciente antagonismo con Putin tienden a resquebrajar esta alianza, lo mismo que con Chequia o Eslovaquia. Y así Hungría tiende a quedarse cada vez más aislada en el plano europeo.