«La tesis de que el mundo se encuentra en el inicio de la tercera fase de la gran crisis global iniciada en el 2007 parece tomar fuerza a la vista de los acontecimientos». Así iniciaba el pasado domingo su editorial el diario La Vanguardia, haciéndose eco de lo que empieza a ser una evidencia: la economía mundial se enfrenta a una serie de profundas turbulencias capaces de desembocar en un nuevo período de recesión y crisis.
Desaceleración de la economía china e inestabilidad en sus bolsas; caída en picado del precio del petróleo y de las principales materias primas; recesión y encarecimiento de la deuda externa en muchas de las economías emergentes; estancamiento en Europa y Japón; débil recuperación de la economía norteamericana; hundimiento de la mayoría de las bolsas mundiales en la primera quincena del año,….
Los síntomas que describen la posibilidad de que el mundo entre en una nueva fase de la crisis desatada por la caída de Lehman Brothers en 2008 son cada día más visibles. Y sin embargo, lo que nos muestra la realidad de la economía y la política mundiales nos habla de algo distinto.
Lo que está ocurriendo estos días apunta a que estamos asistiendo al entrecruzamiento de dos crisis de distinta naturaleza, de origen y consecuencias muy distintas. Por expresarlo gráficamente: no tiene nada que ver la crisis de fiebre de un adolescente de 12 años con la de un anciano de 70. En el primer caso estamos hablando de una crisis de crecimiento cuya resolución, por regla general, se traduce en un nuevo período de mayor crecimiento. En el segundo, es una manifestación más del declive físico que augura un mayor debilitamiento general.
Así, por un lado, la crisis de las economías emergentes, encabezadas por China, es en realidad una crisis de crecimiento. El momento en que el alto grado de acumulación de capital, el elevado desarrollo industrial, la creciente participación en el mercado mundial y el nuevo papel que juegan en la distribución del poder económico y la riqueza mundial, exigen dar un salto, acometer una serie de reformas estructurales que les permitan mantener, en estas nuevas condiciones, un similar grado de crecimiento al tenido en las últimas décadas. Un período de transición hacia un nuevo modelo que, necesariamente, está acompañado de inestabilidad, tensiones y turbulencias.
Del otro lado, y por contra, la crisis que atenaza al campo capitalista encabezado por EEUU es consecuencia directa de su grado de declive, del continuado descenso en su capacidad de apropiarse de la riqueza mundial que se genera cada año en el mundo. Declive que obedece a causas estructurales y cuya tendencia ha podido atenuarse coyunturalmente estos últimos años recurriendo a medidas extremas, pero a costa de agravar las causas de fondo que actúan como motor de la decadencia.
China: los dolores del parto
Devaluación del yuan, periódicas sacudidas en las bolsas de Shanghai y Guangzhou, desaceleración del ritmo de exportaciones, ralentización del crecimiento de la actividad industrial,… Síntomas que parecen anunciar la entrada de la economía china en crisis.
Pero que en realidad, son la consecuencia del período de transición en que ha entrado la economía del gigante asiático entre dos modelos de desarrollo con sensibles diferencias.
Desde el inicio de la política de reforma y apertura la economía china ha estado sostenida sobre dos pilares fundamentales: la inversión productiva y la exportación de bienes manufacturados. El impresionante éxito de esta política es de sobra conocido. En 1990, la economía china era de un tamaño similar a la de Brasil, España o Irán, tres veces inferior a la de Francia, Reino Unido o Italia, 5 veces más pequeña que la de Alemania y 10 veces menor que la de Japón. Hoy las ha superado a todas. En este tiempo, el PIB per cápita del país ha pasado de poco más de 300 dólares anuales en 1980 a cerca de 9.000 en 2015
Pero debido a su propia dinámica de crecimiento –y a la enorme influencia que ha ejercido sobre el resto de la economía mundial– este modelo de desarrollo ha alcanzado sus límites y debe dejar paso a uno nuevo. Nuevo modelo que debe buscar un mayor equilibrio entre el mercado interno y los mercados exteriores, lo que exige elevar considerablemente el poder adquisitivo y la capacidad de consumo de la población. Y que, para ello, debe impulsar un importante avance del sector servicios para ponerlo en correspondencia con el alto grado de desarrollo industrial.
Ese es el período de transición en el que se encuentra la economía china. Transición que exige importantes reformas estructurales y por ello –al igual que ocurre con los dolores de un parto– necesariamente repleta de la inestabilidad, turbulencias y tensiones propias de un cambio de esta envergadura. Y que explica la relativa desaceleración del crecimiento chino en el último año.
Pero ni siquiera la ralentización del crecimiento anual del PIB –que a pesar de ello se prevé que será de entre el 6 y el 7% en los próximos años– va a impedir que la economía china siga siendo uno de los principales factores que tiran del crecimiento de la economía mundial. No es por tanto en ella donde hay que buscar los riesgos que amenazan con provocar una nueva recaída económica global.
EEUU: los efectos del declive
Como ocurrió en 2008 con la caída de Lehman Brothers y el estallido de la burbuja financiera de Wall Street, también para entender las tensiones económicas mundiales de hoy tenemos que dirigir nuestra mirada hacia EEUU.
A pesar de los cantos de sirena sobre la recuperación de la economía norteamericana, su crecimiento sigue siendo tan débil como anémico. Como reconocía esta misma semana el jefe de un importante grupo inversor de Wall Street: “la gente no compra, la distribución es mínima y la capacidad industrial languidece”.
Lo que ocurre, realmente, es que la clase dominante norteamericana se ve incapaz de superar la contradicción antagónica de fondo que enfrenta: su decreciente peso relativo en la economía mundial, su cada vez menor participación en la riqueza mundial que se genera y los crecientes gastos que el mantenimiento de su hegemonía le exige.
No es la crisis de los emergentes, sino la ingente montaña de deuda sobre la que se asienta la hegemonía de EEUU, y que no para de crecer, la que realmente está en el origen y es la fuente de todos los desequilibrios y tensiones que atenazan a la economía mundial.
En 2008, la Reserva Federal se puso frenéticamente a darle a la máquina de imprimir billetes verdes para salvar a sus bancos y monopolios. Siete años después se ve obligado a frenar lo más rápidamente posible esa expansión monetaria para no volver a caer en el estallido de una nueva burbuja similar a la de las hipotecas subprime.
El año pasado desató una serie de maniobras para presionar a la baja el precio del petróleo, a fin de propiciar un golpe geopolítico a uno de sus mayores rivales globales: la Rusia de Putin. 12 meses después la caída del precio del crudo ha seguido su propia dinámica y amenaza con provocar efectos no deseados a la economía yanqui y a la del resto del mundo.
La situación de EEUU empieza a recordar a la del hombre con una manta tan corta, que para cubrirse la cabeza del frío tiene que dejar a la intemperie los pies y viceversa. Cada remedio que aplica, palía momentáneamente los peores efectos, pero a costa de agravar todavía más la enfermedad de fondo: el declive irreversible de su hegemonía y la pérdida continua de posiciones en la distribución de la riqueza mundial. Es esta contradicción de fondo, y no las dificultades de las economías emergentes, la que está en la base de los riesgos de una nueva recesión mundial.