Aunque la actitud dominante en España suele ser la de un papanatismo europeísta acrítico, también es cierto que una serie de escritores, cineastas y músicos mantienen vivos y muy vivos otra serie de lazos, afectos y vínculos. La atracción de México, por ejemplo, es notoria en la obra del director de cine Agustín Díaz Yanes, como demuestra su última película «Sólo puedo caminar». Pero, en los últimos tiempos, nadie había verbalizado esa atracción en los términos en que lo hace el escritor barcelonés Enrique Vila-Matas, que en una página de su «Dietario Voluble» (Anagrama, 2008) define magistralmente los motivos de su fascinación.
Fiel a su estilo, Vila-Matas emieza declarando que escribe en nombre de México desde hace dos décadas, "desde que por primera vez vi este país arrebatador, fascinante"."Aceptamos un despótico sofisma -dice- según el cual no tiene sentido preguntar por el momento antes del Big Bang. Pero en mi primer viaje a México tuve la impresión de que el país entero vivía precisamente en ese momento que precedió al universo. Ya en el primer viaje, el país entero me pareció un espacio virgen para la imaginación, un lugar en el que toda ficción era todavía posible. Esa vida antes del Big Bang, esa vida en el sinsentido, explicaría que México entero -o, como diría Juan Villoro, esa indescifrable realidad que por convención llamamos México- resulte siempre un terreno abonado para la máxima imaginación narrativa, la alucinación y el ensueño. País desatado y arrebatador, que me dejó fascinado. Creo que me ha llegado la hora de definir esa fascinación. Sí, me ha llegado la hora como si me encontrara en el Día de Muertos en Cuernavaca, en pleno crepúsculo, vestido de franela blanca, sentado bebiendo anís en la terraza del Hotel Casino de la Selva. De entrada, México me fascina porque allí pierdo todo cristiano sentido de la culpabilidad. Allí, como si fuera súbdito de una religión de idioma olvidado, puedo sentir invadida el alma por grandes dioses pecadores. México me fascina por su culto a los muertos y porque es un pueblo ritual y sobre todo porque, a diferencia del resto del mundo, conserva intacto el antiguo arte de la Fiesta aunque -todo sea dicho- tiene una manera muy curiosa de divertirse: no se divierte. Como dice Octavio Paz, en los festejos el mexicano lo que quiere es sobrepasarse, gritar, cantar, disparar, saltar el muro de la soledad que tanto le incomunica normalmente. Cuando las almas estallan como hacen los colores, ¿se olvidan los mexicanos de sí mismos, muestran su verdadero rostro? Nadie lo sabe. México me fascina porque es el paraíso perdido de las máscaras. México me fascina por esa extrema y atractiva cortesía del mexicano, aunque sus silencios -todo sea dicho- hielan. México me fascina porque allí sin mala conciencia jugué en otros días a mostrar mi verdadero rostro en esas noches de muerte sin fin en las que siempre acababa pensando que había otro rostro detrás del que había yo descubierto. México me fascina porque, en su paraíso perdido de las máscaras, me encuentro a la deriva y paradójicamente en casa. Entonces me digo que soy de Veracruz. Llevo a México en el corazón y más que lo voy a llevar. En sus fiestas, que son reuniones de solitarios que aman los festejos públicos, yo silbo, grito, canto, compro pistolas mentales que descargo en el aire mariachi de Jalisco, descargo mi alma y no me rajo. Con México en el corazón, que decía Neruda. México me fascina porque su imaginación es un espacio de ficción idóneo para la transgresión y para inventar de nuevo la literatura, y porque allí encontré siempre la prosa de mi frontera propia. Por eso cuando estoy en México me sobrepaso y canto, disparo a mi vieja alma y transgredo, voy más allá y tengo la sensación de que en cualquier momento -también eso me atrae poderosamente- la literatura va a engullirme, como un remolino, hasta hacer que me pierda en sus peligrosas provincias sin límites".