Que un excéntrico multimillonario neoyorquino encabece las preferencias para la nominación como candidato republicano a las elecciones presidenciales de noviembre puede parecer, a ojos de muchos, una manifestación de la extrema derechización de la política norteamericana. Sin embargo, el fenómeno Trump no es sino manifestación y resultado del declive de EEUU como superpotencia, y las contradicciones y conflictos que genera.
Los caucus de Iowa han dado comienzo oficial a la carrera presidencial norteamericana. Durante los próximos meses los distintos Estados van a votar a los delegados que en verano elegirán al candidato a presidente de republicanos y demócratas. El clima de opinión dominante nos habla del enfrentamiento entre “extremistas” y moderados. Pero la realidad es que la superpotencia se enfrenta al problema crucial de intentar despejar las dudas e incertidumbres sobre como gestionar las contradicciones que genera su declive, tanto en el exterior como en el plano interno. » El porcentaje del 60% de “satisfechos” se reduce, pero buena parte de ellos se niegan a ser invisibles políticamente»
El “fenómeno Trump” avanza apoyado sobre una gestión reaccionaria de la frustración real de una buena parte de los trabajadores blancos triturados en sus condiciones de vida y sus expectativas sociales y vitales por la oligarquía financiera yanqui, necesitada de saquear tanto a los países que controla como a su propia población.
La gran incógnita es si su recorrido puede ir más allá de lo testimonial, dado que sus propuestas políticas de conjunto difícilmente pueden ser para la gran burguesía norteamericana, o un sector de ella, una línea alternativa a la de los demócratas representados por el tándem Obama-Hillary Clinton. Por eso no será de extrañar que el establishment del Partido Republicano vuelque todas sus energías y medios –que son muchos– en aupar a Marcos Rubio, un hijo de inmigrantes cubanoamericanos con un discurso derechista clásico: favorable al libre mercado, en lo económico, sin las veleidades populistas sobre la sanidad universal o la subida de impuestos a Wall Street de Trump; alineado sin fisuras con los halcones vinculados al complejo militar industrial en política exterior, al contrario de las excentricidades de Trump en este terreno del tipo de confesarse admirador de Putin y partidario de duras políticas contra la inmigración irregular, aunque sin caer en los extremos xenófobos y ofensivos de Trump.
En el bando demócrata, donde todos daban por segura la victoria sin complicaciones de Hillary Clinton, las encuestas y los resultados del caucus de Iowa le han colocado un molesto competidor: el representante del ala izquierda del Partido Demócrata, el senador Bernie Sanders, con un discurso “socializante” de ajuste de cuentas con la banca y las grandes corporaciones y firme partidario de ahondar y llevar más allá de lo hecho por Obama la apuesta por el multilateralismo y la reducción del gasto militar de la superpotencia.
La aparición, y la fuerza con que lo han hecho, de estos dos “outsiders” de los grandes partidos pone de manifiesto la creciente polarización y radicalización de la vida política norteamericana. A medida que se acentúa el declive de la superpotencia, que menguan sus fuerzas para sostener su posición hegemónica y que la clase dominante debe recurrir al saqueo de su propia población para mantener sus beneficios, la sociedad norteamericana se polariza y se divide, agrupándose en torno a alternativas políticas distintas a las clásicas y que no representan exactamente los intereses generales de la oligarquía financiera yanqui. Frente a los candidatos del stablishmente de Washington, Hillary Clinton y Marcos Rubio, el ímpetu adquirido por las candidaturas de Trump y Sanders no hace sino reflejar las dificultades y contradicciones que en el plano interno provoca el declive de la hegemonía yanqui.
Desde la finalización de la Segunda Guerra Mundial, ha sido un axioma de la política norteamericana que el sistema requería la existencia de un 60% de la población “satisfecha”, disfrutando de unas condiciones de vida aceptables y la invisibilidad política del 40% de “insatisfechos”, negros, hispanos, blancos pobres, minorías marginadas,… Hoy, ese porcentaje del 60% de “satisfechos” se está reduciendo considerablemente, pero buena parte de ellos se niegan a ser invisibles políticamente. De ahí el éxito de movimientos como el Tea Party, la popularidad de personajes como Donald Trump o el alcance del mensaje radical contra Wall Street de Sanders.
La clase dominante norteamericana no sólo se enfrenta al complejo problema de cómo gestionar el declive de su hegemonía en el mundo, sino también al problema de cómo gestionar la creciente polarización y radicalización de su propia población.