Existe una palabra española, “escarmentar”, de difícil traducción a otras lenguas, que contiene el sabor íntegro del amargo cáliz que beben estos días los chipriotas, y con ellos todos los europeos. Un escarmiento es un castigo o perjuicio del que se desprende una enseñanza; es un hecho negativo que permite extraer lecciones positivas.
Aunque necesitaran dos palabras para decirlo, “Warnung nehmen” o “take warning”, ese era el espíritu del Eurogrupo cuando decidió el fin de semana imponer a los depósitos chipriotas una confiscación del 10%. Debía prevalecer el castigo que indicara el buen camino, debían imponerse las implacables advertencias. En las cosmovisiones religiosas el dolor siempre purifica. Hablamos, por tanto, de religión, no de finanzas.
Lo que ha ocurrido estos días es de sobra conocido: el inesperado descenso a los infiernos de Chipre, titulaba ayer Le Monde. El caos en las sucesivas reuniones europeas, las nuevas incertidumbres sobre el euro y la perspectiva de su ruptura, la entrada de Rusia en escena, con sus consecuencias geopolíticas… En suma, un nuevo fracaso de la política, que a duras penas se tiene en pie. Señalemos con precisión: fracaso de los ministros de economía de los países de la zona euro, que han agrandado el problema en lugar de solucionarlo.
En boca de mi abuela, “así escarmientas” era una expresión intercambiable por “así aprendes”. Intercambiable, pero no sinónima. Escarmentar era aprender con dolor. La obcecación de Alemania, cuyas elecciones de otoño se apuntan como desencadenante del fiasco, ha topado esta vez con un Parlamento. Todo buen escarmiento se cimenta en la idea de que los errores que nos hacen sufrir también nos enseñan. Para ello resulta imprescindible que quien sufre el daño sea el mismo que debe aprender la lección. El plan de confiscar a todos los depositantes de la isla infligía idéntico dolor a los pensionistas chipriotas, y a los rusos que blanquean dinero en la isla. Gesto inútil: la oligarquía mafiosa busca guaridas para su dinero y lo deposita allí donde las encuentra. Si no puede ser en Chipre, será en otro sitio. No hay mucho que aprender. Tampoco para los ahorradores genuinos, que atrapados en el corralito aún ignoran su pecado.
En el momento de escribir estas líneas, los prohombres de las finanzas europeas y chipriotas se azacanan en buscar una salida al caos creado por ellos mismos. Todo su afán se centra, una vez más, en evitar el temido contagio. Pero son ellos quienes al repetir el patrón en cada rescate extienden la desconfianza: todo se reduce a que los ciudadanos paguen los desmanes de sus élites; la nefasta gestión que otros hicieron en las cajas españolas, la corrupción y la falsedad de los gobernantes griegos, la connivencia con las mafias rusas en Chipre. El contagio ya se ha producido: sea mediante confiscaciones de depósitos, subidas de impuestos, o recortes de servicios públicos, todos estamos llamados a pagar. El verdadero escarmiento, en cambio, aún ha de llegar. Ocurrirá cuando los responsables vayan desfilando uno a uno ante el juez.