Aunque en España aun está lejos de hacer eclosión (y quizá nunca llegue a hacerlo), la obra del uruguayo Mario Levrero (Montevideo, 1940-2004) constituye, en su muy diversas facetas y en todos los géneros que abarcó, una de las grandes creaciones literarias en español de los últimos 50 años, y merece figurar a la altura de nombres tan indiscutibles como Roberto Bolaño o Ricardo Piglia. Siempre, eso sí, ocupando un sillón aparte, tal es la singularidad de un Levrero que, además, siempre se suele emplazar en la categoría de los “raros”, ese tipo de escritor singularmente uruguayo, que como Felisberto Hernández o Armonía Somers, resultan imposibles de encasillar, pues su personalidad y su obra son alérgicas por naturaleza a toda clasificación. Eso ocurre también, y de forma muy notoria, con la obra de Levrero, lo que explicaría la “dificultad” para ser asimilado por una cultura literaria, como la española peninsular, poco proclive a lo novedoso y a lo disruptivo.
La obra de Levrero -que Random House, coincidiendo con los 20 años de su muerte, acaba de reeditar casi completa- incluye textos de muy distinta y heterogénea factura: están las tres novelas de inspiración “kafkiana” que componen la llamada Trilogía involuntaria (La ciudad, El lugar, París), donde emerge un escritor imaginativo y sorprendente; están sus novelas “policíacas” (Levrero, como Onetti, era un ávido consumidor de novelitas de la serie B), entre las que destaca su Nick Carter; están sus colecciones de cuentos (“La máquina de pensar en Gladys”) y, sobre todo, están esos fantásticos e inauditos textos de autoinspección, entre los que se incluyen los célebres Diario de un canalla, El discurso vacío y La novela luminosa, que sin duda han acabado cimentando el perfil que ha hecho de Levrero un escritor lindante con la genialidad.
Cartas a la princesa, el libro que se acaba de editar por primera vez ahora, pertenece a un género distinto a los anteriores (es epistolar, no un dietario), pero tiene sin embargo, en su contenido y en su planteamiento, similitudes muy grandes con los dos textos entre los que temporalmente se incardina: Diario de un canalla (escrito entre diciembre de 1986 y enero de 1987) y El discurso vacío (publicado en 1993, a partir de anotaciones tomadas en 1990 y 1991).
En 2024 se cumplen 20 años de la muerte de Mario Levrero
En efecto, entre el 5 de marzo de 1987 y marzo de 1989, Levrero escribió desde Buenos Aires una cincuentena de cartas a Alicia Hoppe, médico y terapeuta, que durante muchos años había tenido a Levrero como paciente. Levrero y Alicia se conocían de lejos, pues ella había sido novia, esposa y madre de un hijo de Juan José Fernández, amigo de Levrero desde la infancia. Alicia comenzó tratando a Levrero de ciertas dolencias físicas, pero con el tiempo la relación, sin abandonar el campo profesional, se fue haciendo más intensa y estrecha, y prosiguió tras la ruptura del matrimonio de ella. Los consejos iban, hacía tiempo, mucho más allá de lo puramente médico: de hecho fue Alicia la que aconsejó a Levrero que dejara Montevideo y se fuera a Buenos Aires, donde un conocido le había ofrecido la dirección de unas revistas de crucigramas (Levrero también era un “genio” para los juegos de palabras). El traslado inicialmente mejoró el estado anímico y la situación material de un Levrero que estaba en horas muy bajas. Pero con el tiempo, esa ilusión también se fue diluyendo, cuando Levrero se dio cuenta de que había sacrificado lo esencial de su vida (la escritura) por el mero bienestar material. En un viaje a Uruguay, Levrero visitó a Alicia y, como él mismo manifiesta de forma expresa, “por primera vez pensé en Alicia como mujer”. A raíz de ese encuentro comienza una correspondencia que solo cabe calificar de “amorosa”, pues en ella va tomando cuerpo una historia pasional que acabará convirtiéndolos en amantes. Levrero parece más que dispuesto a dar una respuesta afirmativa a la famosa pregunta de Kafka: “¿Será posible atar a una muchacha con la escritura?”.
Pero, ¿qué interés “literario” puede tener una correspondencia amorosa, además entre dos adultos? La respuesta nos la ofrece el mismo Levrero en una de las cartas: “Princesa, esto nos una carta para vos (¿qué te puedo decir que no te haya dicho, de bueno y de malo?), sino que, como otras veces, utilizo tu imagen de interlocutor privilegiado para desarrollar mi monólogo de búsqueda, buscando precisamente que tu imagen me ayude a no salirme demasiado de la razón”. Como en el resto de textos de su producción final, estas “cartas” son también una parte (y muy esencial) de ese vasto proyecto literario de introspección, que va a tener su cumbre en La novela luminosa.
Cartas a la princesa, un epistolario amoroso de una hondura excepcional
Lo que da un valor extraordinario a estas cartas no es solo el despliegue de la estrategia amorosa (cómo la araña teje pacientemente su tela), ni siquiera la forma en que Levrero va haciendo, a la par del despliegue de esa estrategia, un registro minucioso de sus obsesiones, sus temores, sus ilusiones y sus esperanzas, sino sobre todo el prodigioso poder de observación, de análisis y de registro que es capaz de llevar a cabo a través de una escritura de una intensidad y una hondura pocas veces vista.
Un poder que hace de la lectura de este libro una verdadera experiencia, un reto, un desafío. Aguantar la tensión narrativa de Levrero en este libro excepcional no parece al alcance de todos. Pero merece la pena intentarlo.
Por último, reseñar que este libro ha sido posible gracias a la colaboración de Ignacio Echevarría (responsable de su cuidadísima edición) y de Alicia Hoppe.