2021 ha sido el año del bicentenario del nacimiento de Charles Baudelaire (París, 9 de abril de 1921), una efemérides que ha pasado prácticamente desapercibida en el mundillo cultural español, pese a que sin su figura es prácticamente ininteligible toda la historia de la poesía, de la literatura y del arte de los dos últimos siglos. La revolución estética auspiciada por Baudelaire (como una consecuencia tardía de los cambios provocados por la revolución francesa) es la bisagra que va a dejar atrás definitivamente el mundo antiguo (reivindicado aún por los últimos estertores del romanticismo) y a catapultarnos a un nuevo escenario, donde el artista va a tener que lidiar con una autonomía de la que nunca había gozado plenamente (durante siglos el artista trabajó para un “dueño”, ya fuese monarca, obispo o aristócrata), va a desvincular su obra de las servidumbres que ello conllevaba y va a tener que lidiar con un nuevo tipo de público anónimo (lo que hoy llamaríamos “mercado”), conjugando las reglas estéticas que él mismo se impone con las demandas, los gustos (y los “disgustos”) de una sociedad nueva, donde una nueva clase social, la burguesía, se dota de un poder omnímodo.
Pero si el olvido (o la indiferencia) de nuestro mundo cultural hacia esa efémerides ha sido clamoroso, no se puede, sin embargo, calificar de absoluto. Y prueba de ello es la reedición (por cuarta vez, las anteriores datan de 1979, 1991 y 1999) del libro “Baudelaire y el artista de la vida moderna”, de Féliz de Azúa. Doctor en Filosofía, catedrático de Teoría del Arte y miembro de la Real Academia Española, Azúa es (amén de uno de los pocos intelectuales españoles que aún siguen ejerciendo como tal) quizá uno de los teóricos españoles que más vueltas y revueltas, y durante más tiempo, le han dado al “fenómeno Baudelaire”, entendiendo por ello no solo al poeta que renovó la lírica universal, sino al artista que, con mayor o menor conciencia de ello, protagoniza (y simboliza) la modernidad estética, lo que implica un nuevo estatus para el artista en el mundo moderno, una mirada nueva hacia ese mundo y la sociedad que lo habita y conforma, y una renovación radical de las formas expresivas que alcanza a todas las artes.
2021 ha sido el año del bicentenario del nacimiento de Charles Baudelaire
Ya a finales de los años 70 (en una sociedad española en plena “transición”), Azúa identificó en Baudelaire a uno de los primeros testigos “consecuentes y lúcidos” del mundo que se avecinaba tras la revolución burguesa. Era, dice, “el último de un mundo clásico en extinción y el primero del mundo moderno en potente ascenso”. Una bisagra sobre la que va a girar todo el mundo del arte. Con él desaparece “la confortable habitación de la tierra que aún los románticos habían conseguido sostener con sublimes paisajes y una lírica orquestal”: para Baudelaire ya no cuenta “la naturaleza”, sino la ciudad abarrotada y en incesante movimiento; ni siquiera le inquieta o le tortura, como a Hölderlin, “la ausencia de los dioses”, el vacío que deja la ausencia de lo sagrado. Baudelaire ya no ve a los poetas como “mensajeros de los dioses”, sino como vagabundos, miserables, alcohólicos y marginales, y sin embargo como los únicos ciudadanos decentes en una sociedad sin alma.
Diez años después de aquella incursión, Azúa vuelve a Baudelaire para interrogarse acerca de cuál podía ser la tarea que le quedaba al “artista de la vida moderna” en este mundo desalmado y cada vez más decididamente nihilista, ya que aún, en el tiempo de vida de Baudelaire, se consiguió construir “un mundo literario grandioso y fértil al borde del abismo, así como unas artes de impresionante intensidad”. Pero todo ello se vino abajo con la Primera Guerra Mundial.
Ahora, treinta años más tarde, Félix de Azúa vuelve de nuevo a revisar su libro y la figura de Baudelaire, con un doble objetivo. Por un lado, para fijarse con más detenimiento en el “joven Baudelaire”, ese primer poeta juvenil, neurótico y no tan atractivo, pero que ya comienza a descubrir aquella nueva sociedad, a la que ya empezaba a llamarse “sociedad industrial” y en la que se imponía en todos los órdenes la clase social burguesa. Esta reinmersión en los comienzos ayuda a completar la imagen de Baudelaire, desde el poeta adolescente a su crepúsculo vital en Bélgica y su muerte, a los 46 años, muy probablemente a consecuencia de la sífilis.
Fue el último de un mundo clásico en extinción y el primero del mundo moderno en ascenso
Pero, por otro lado, el libro tiene un valor añadido en estos tiempos. A Azúa no se le escapa que los tiempos que vivimos presentan no pocas similitudes con los que vivió Baudelaire. También ahora hay un mundo que se acaba y otro, aún incomprensible, que se va paso a paso adueñando de todo, un mundo “en el que gobierna la mentira, el engaño, la demagogia y el populismo sobre un panorama en ruinas y unas masas totalmente desnortadas, esclavas de sus aparatos electrónicos”.
Azúa concluye señalando “que no hay motivos para la esperanza, sólo para la resistencia”, aunque ello no debe impedirnos ni el entusiasmo ni el gozo de la vida, ni nada de lo que somos capaces los humanos incluso en las circunstancias más detestables. De su pesimismo y de la miseria de su tiempo, extrajo Baudelaire, concluye Azúa, “la poesía más grande de su siglo y las reflexiones más agudas sobre la creación artística”.
Baudelaire sigue siendo un ejemplo.
Juanmi Villarobledo dice:
Me temo que el autor de este artículo se entusiasma de una posición pequeño burguesa recalcitrante y autobiográfica de resistencia que habla de las masas para autojustificarse. Un clásico.
Carlos dice:
Ah, no, me parece que es de Rimbaud, otro poeta de la modernidad
Carlos dice:
Que alguien me corrija si me equivoco, pero tengo entendido que el canto de «la Internacional» obrera es un poema de Baudelaire