Un espectro recorre América Latina: el fantasma de la lucha antihegemonista de los pueblos. Todas las fuerzas reaccionarias del nuevo continente -la superpotencia del Norte y las oligarquías criollas del Sur- se han unido en santa cruzada para exhorcizarlo, para volver a enterrar lo que creían vencido y desarmado. La Casa Blanca y el ultraderechista Jair Bolsonaro, Langley y el autoproclamado Juan Guaidó, el Departamento de Estado y Mauricio Macri, la DEA e Iván Duque, el Pentágono y Sebastián Piñera.
Desde hace años, los centros de poder hegemonistas vienen desatando una furiosa ofensiva contra América Latina, con el objetivo de romper el espinazo del poderoso frente antihegemonista de países y gobiernos progresistas que en la primera década del siglo XXI se habían unido para integrar la Patria Grande en un poderoso puño contra la intervención y el saqueo de la superpotencia yanqui y sus lacayos regionales.
Durante largos años, este frente antihegemonista, que integraba al Brasil de Lula, a la Venezuela de Chávez, a la Argentina de los Kirchner, al Ecuador de Correa, a la Cuba de Castro o a la Bolivia de Evo, hizo retroceder el poder de EEUU, llevó a cabo intensas transformaciones sociales y políticas redistributivas de la riqueza, y recuperaron cuotas de soberanía e independencia largo tiempo perdidas para el continente hispano.
La ofensiva reaccionaria de EEUU y los sectores más reaccionarios de las clases dominantes locales tomó la forma de los «golpes blandos». Décadas atrás, hubiera bastado una simple llamada telefónica de Washington a las embajadas locales de los EEUU en cualquier país latinoamericano para desatar un mortífero golpe militar, con miles de gorilas de la Escuela de las Américas exterminando y torturando izquierdistas. Pero el declive imperial impide esta vía. En su lugar, la estrategia de los «golpes suaves» -consistente en la utilización de los medios de comunicación, las instituciones o las movilizaciones de protesta continuas para crear un clima de malestar social creciente- son los nuevos medios para golpear, erosionar y buscar la ocasión propicia para derribar a los gobiernos antihegemonistas.
El primer zarpazo fue contra Brasil, donde un impeachment fraudulento desalojó a Dilma Rousseff del poder y luego metió a Lula en la cárcel, en un juicio que ya se ha revelado como una farsa procesal. Luego se dirigió a Argentina para favorecer la derrota electoral de Cristina Fernández de Kirchner y la llegada a la Casa Rosada de un Mauricio Macri que se ha mostrado como el más obediente lacayo del FMI y los designios de Washington.
Más tarde la ofensiva desestabilizadora se dirigió contra Venezuela, desatando con toda su crudeza una guerra económica que ha hecho sufrir a amplios sectores de la población, y desestabilizando el país hasta el borde de la guerra civil, sobre todo a partir de la «autoproclamación» como «presidente interino» de Juan Guaidó y del intento de levantamiento militar posterior. La siguiente pieza en caer debía ser Bolivia ¿O Nicaragua? ¿O Cuba?
Ante la fiereza de los zarpazos, muchos -de izquierda a derecha- se apresuraron a señalar el «cambio de ciclo» en América Latina. Los gobiernos de izquierdas, desgastados por «el malestar de la sociedad civil» -nos decían- están cayendo o van a caer. «Como en un péndulo», aseguraban, ahora es el turno de gobiernos de signo contrario, conservadores en lo ideológico, liberales en lo económico y bien avenidos con el «amo y benefactor» del continente, los Estados Unidos de América.
Se equivocaban. Se equivocaban porque en sus elaborados cálculos y en sus sesudos análisis geopolíticos, en sus juegos de tronos… jamás tienen en cuenta a los pueblos. Nunca.
En apenas unos meses, un magma poderoso, subterráneo e imparable -la lucha revolucionaria de los pueblos de América Latina- ha golpeado los planes y proyectos del hegemonismo norteamericano y de las burguesías vendepatrias locales, asestándoles derrotas, creándoles graves dificultades, haciéndoles retroceder.
En Venezuela, los virulentos intentos de la oposición proyanqui por derribar al gobierno bolivariano de Nicolás Maduro han acabado, uno detrás de otro, en fracaso. Aunque el país atraviesa severas dificultades económicas y sociales, y la sociedad venezolana está extremadamente polarizada, Washington, Guaidó y sus sicarios han perdido la iniciativa y están en retroceso.
En Brasil fue necesario encarcelar mediante «lawfare» a Lula da Silva y su formidable músculo electoral para instalar a un personaje como Bolsonaro en el Palacio de Planalto. Pero inmediatamente de empezar a ejecutar sus extremadamente antipopulares y antidemocráticas políticas, un vasto movimiento de respuesta se ha puesto en marcha, augurándole un mandato inestable y fuertemente contestado en las calles.
En Argentina, las políticas entreguistas y ruinosas de Mauricio Macri han conducido al país al borde de un nuevo crack económico y a las clases populares a enormes padecimientos. Pero Macri ha unido contra sí a un amplísimo rango de organizaciones -desde el centro peronista y kirchnerista a la extrema izquierda revolucionaria- en el ‘Frente de Todos’. Su candidato, Alberto Fernández, respaldado por C.F. Kirchner, es el claro favorito para ganar las inminentes elecciones presidenciales.
En Ecuador, los intentos de Lenín ‘Judas’ Moreno -el que fuera vicepresidente de Correa y hoy un indigno títere de Washington- de imponer un ‘paquetazo’ de medidas económicas dictadas desde el FMI, han desencadenado una enérgica ola de protestas populares que han acabado por doblarle el codo, haciéndole retirar el decreto 883.
En Bolivia, en las elecciones más reñidas de las últimas décadas por las múltiples tramas para socavar al gobierno del MAS, Evo Morales ha acabado renovando su presidencia en la primera vuelta, ganando cinco años más para seguir llevando políticas redistributivas de la riqueza al servicio del pueblo y para defender la soberanía nacional contra los EEUU.
En Chile, hasta ahora ‘oasis’ y ‘bastión’ del poder norteamericano en el Cono Sur, las políticas antipopulares del reaccionario y proyanqui Sebastián Piñera han hecho estallar el polvorín de malestar social en las clases populares, levantando una gigantesca ola de protestas que le han obligado a recular.
Y son solo los ejemplos más recientes. Todos los países del continente hispano bullen de fuerzas de resistencia ante el poder hegemonista y sus lacayos locales.
La lucha revolucionaria de los pueblos latinoamericanos avanza y golpea al gigante del Norte, que al retroceder tiene que ceder espacios de dominación, explotación y control. Aún es una formidable superpotencia, cuyas garras en América Latina se hunden fuerte y profundamente, y su capacidad de generar desórdenes, dolor y muerte no debe ser despreciada.
Pero su fin se acerca, y los pueblos hispanos del Sur tejen su mortaja.