En una conversación con periodistas, el pasado 12 de octubre, Mariano Rajoy declaraba no saber muy bien quién manda en Cataluña. Con este interrogante intentaba lanzar un dardo envenenado contra Artur Mas, que en esa fecha parecía atado de pies y manos por sus socios pro-consulta. Sin embargo, en las semanas siguientes se ha ido despejando esa duda y ayer quedó clara una cosa: que en Cataluña manda la Generalidad por encima de la Constitución. España se ha convertido en el primer Estado de la Unión Europea que ha consentido que en una parte de su territorio no se aplique el ordenamiento jurídico. Esto es lo que ha acabado sucediendo como consecuencia de la vacilante y torpe actitud de Rajoy que no ha sido capaz de entender la enorme importancia simbólica del reto que Mas ha planteado con el llamado proceso participativo.
Es evidente que en la Moncloa creyeron que la partida se acababa con la suspensión cautelar dictada por el Tribunal Constitucional contra partes sustantivas de la ley de consultas y el decreto de convocatoria de Mas. En cuanto pareció que éste renunciaba a su materialización, Rajoy se apresuró a calificarlo a la mañana siguiente de “excelente noticia”, sin esperar a conocer el contenido de la rueda de prensa que el presidente catalán pronunciaría poco después. Con actitud desafiante, Mas no solo señaló al Estado español como el auténtico adversario sino que se rió del jefe del Ejecutivo al advertirle que la excelente noticia le iba a durar bien poco. Afirmó que el proceso participativo no iba a poder ser anulado y que, en cualquier caso, sería imparable. Tras unos días de abiertas discrepancias entre los partidos favorables a la consulta, la unidad soberanista enseguida se recompuso en torno a la nueva propuesta. Aquí es muy relevante el papel que han jugado los impulsores de la campaña Ara és l’hora, la Asamblea Nacional y Omnium Cultural, convertidos en los mejores aliados del sucedáneo de consulta. Para el independentismo, el 9-N se había convertido en una fecha imprescindible, y el único recambio posible eran unas elecciones plebiscitarias, a las que Mas no estaba dispuesto sin lista unitaria. El miedo a la frustración total, a que nada sucediera ese día, impuso la lógica del mal menor. El esfuerzo propagandístico del secesionismo ha sido apabullante y ha debido costar una fortuna que algún día sabremos cómo se ha pagado. En cualquier caso, la campaña a favor del Sí-Sí se ha desarrollado como si realmente fuera a decidirse algo. Mas ha sabido utilizar muy hábilmente ese deseo de votar, y lo ha llevado hasta el final. Y ha sido posible porque el Gobierno español se ha mostrado vacilante y tremendamente torpe. Primero insistió durante bastantes días en que había triunfado la ley. Luego despreció el proceso participativo, y cuando se dio cuenta de que la alternativa de Mas consistía finalmente en hacer lo mismo, todavía tardó una semana en decidir si era mejor impugnar el proceso o ignorarlo.
Se decidió por lo primero ante las claras evidencias de burla y engaño. En el recurso ante el TC, logró nuevamente la unanimidad del tribunal, pese a que esta vez no era tan fácil. Pero a las pocas horas de conocerse el auto, el martes 4 de noviembre, el consejero Francesc Homs ya señalaba que el Gobierno catalán pensaba seguir adelante, y al día siguiente Mas lo confirmo abiertamente, sin ningún lugar a dudas. Ante eso, el Gobierno español quedó enmudecido, paralizado, como si creyera que todo era un farol. El jueves, el ministro de justicia Rafael Catalá confiaba, casi suplicaba, que la Generalidad se separase del proceso participativo y lo cediese a las entidades civiles. El viernes, en la reunión del oficialista Pacto por el Derecho a Decidir se confirmó que la responsabilidad del 9-N recaía completamente en la Generalidad. La inacción del Gobierno y de la Fiscalía han permitido a Mas llegar hasta el final de su desafío y afirmar descaradamente ayer que “si alguien quiere conocer quién es el responsable, que me mire a mi”.
El presidente de la Generalidad ha jugado brillantemente esta partida, lo cual le permite retomar el timón del proceso soberanista, que se dirige ya a forzar un referéndum de verdad bajo la amenaza, en caso contrario, de convocar unas elecciones con carácter plebiscitario para declarar la independencia. El 9-N se ha convertido en una primera parte del accidente insurreccional que algunos ya anunciamos tiempo atrás, pues es obvio que el orden constitucional ha sido roto en Cataluña. Gracias a la torpeza del Gobierno español, que 72 horas antes no quiso hacer efectiva la suspensión del TC, la consulta alternativa se ha convertido en un formidable acto propagandístico sobre el que Mas construirá su nueva promesa de llevar a los catalanes hacia la secesión indolora. Si ha logrado llevar a cabo lo que parecía legalmente imposible, quién puede dudar que con algo más de tiempo no alcance el gran sueño del nacionalismo catalán. Sobre todo, porque si alguna cosa se ha demostrado este domingo es que en Cataluña no manda Rajoy.