Al anunciar el inicio de una raída retirada de las tropas norteamericanas en Afganistán de aquí a 2014, Obama no hace más que constatar una realidad. Como ya le ocurrió en Irak, EEUU es incapaz de ganar una guerra que sólo supone una hemorragia incontenible de hombres, dinero y capacidad militar. Que en el curso de poco más de 3 años, la superpotencia haya tenido que reconocer su impotencia y su fracaso en dos guerras, es todo un síntoma del estado de ocaso imperial en que se encuentra.
De aquí a finales de año, 10.000 soldados norteamericanos saldrán de Afganistán. En 2012 serán otros 33.000 los que lo hagan, iniciando así la retirada total que se comletará en julio de 2014. Después de 10 años de guerra, 1.600 soldados norteamericanos muertos, decenas de miles de heridos y mutilados y un coste total superior al billón y medio de dólares, Washington ha acabado por reconocer lo que todo el mundo ya sabía desde hace años: que no existe ninguna posibilidad de derrotar a los talibanes y que, por tanto, se impone la retirada militar del país. Iniciada en octubre de 2001, en represalia por los atentados del 11-S y en nombre de la “guerra contra el terrorismo mundial” declarada por George Bush, la guerra de Afganistán tuvo en sus orígenes, tal y como fue diseñada por el entonces secretario de Defensa Colin Powell, unos objetivos bien precisos. No se trataba tanto de ocupar indefinidamente Afganistán –un país que históricamente ha acabado siendo una catástrofe para todos sus ocupantes– como de derrocar al gobierno talibán e instalar una sólida base político-militar en el este de Irán y en la puerta de entrada a lo que se conoce como los Balcanes euroasiáticos, el laberíntico mapa de Asia Central en que se mueven intereses estratégicos de dos de los principales contendientes a su hegemonía: China y Rusia. Sin embargo, la aventurera decisión, dos años después, de lanzarse a la ocupación de Irak, distrajo el frente de atención y los recursos militares de la superpotencia hacia el Creciente Fértil, dejando empantanada la situación militar en Afganistán, donde los talibanes, tras su derrocamiento, iniciaron un repliegue estratégico, haciéndose fuertes en la extensa línea fronteriza sur-oriental con Pakistán. Los cinco años de relativa semiparálisis militar en Afganistán –condicionada por las crecientes exigencias de la ocupación de Irak– acabaron creando una situación de equilibrio estratégico, en el que la capacidad de resistir el desgaste que provoca una situación así tendía a instalarse del lado afgano. La renovada fuerza político-militar de los talibanes, por un lado, es insuficiente para derrotar a las tropas extranjeras, pero a su vez éstas son incapaces ya de desalojarlos de los lugares en que se han hecho fuertes. Con la complicación añadida de que parte de esas zonas se encuentran instaladas en el otro lado de la frontera pakistaní, un aliado tan estratégico como incómodo para Washington. Políticos y militares En esta situación, la impopularidad de la guerra de Afganistán en unos EEUU sumidos en la peor crisis en 80 años no ha hecho más que aumentar. Ni siquiera el asesinato de Bin Laden hace dos meses ha sido capaz de revertir esta tendencia. Enfrentado, pues, a la encrucijada de alargar una guerra impopular y sin posibilidades de victoria o ponerle fin de forma rápida, Obama ha decidido hacer coincidir el calendario de retirada de las tropas con la campaña electoral en que se juega la renovación de su mandato. Entre mayo y octubre de 2012, en pleno apogeo de las presidenciales, tendrá su máxima visibilidad la retirada de un importante contingente de varias decenas de miles de soldados. Una decisión que le ha costado enfrentarse con su alto Estado Mayor. La pasada semana, en una comparecencia ante el Comité de Servicios Armados de la Cámara de Representantes –y sólo 24 horas después de que Obama anunciara una retirada más rápido de lo previsto–, el jefe del Estado Mayor Conjunto de Estados Unidos, el almirante Michael Mullen, afirmó que la decisión de Obama “implica mayores riesgos” de los que en un principio el Pentágono estaba dispuesto a aceptar. “Sólo puedo decirles, dijo Mullen a los congresistas, que las decisiones del presidente son más agresivas e implican más riesgo que el que yo originalmente estaba preparado a aceptar”. Los altos mandos del Pentágono y los comandantes del ejército sobre el terreno en Afganistán ya habían manifestado en numerosas ocasiones que la “oleada” de 30.000 nuevos soldados enviados en 2009 debía permanecer en Afganistán más tiempo, para consolidar unos avances que, en su opinión, son todavía “frágiles y reversibles”. Sin embargo, la decisión radical de Obama de apostar por una retirada total en el corto plazo y el inicio de negociaciones con los talibanes, no responde a una lógica militar sino política. EEUU está sumergido en la peor crisis de su historia como superpotencia. A la insondable profundidad de una crisis económica que ha puesto de manifiesto la imposibilidad de sostener económica y materialmente el inmenso aparato político-militar en que descansa su hegemonía, se une el ascenso de los países emergentes, y a su cabeza China, que le arrebatan a una velocidad desconocida bocados cada vez mayores en la distribución del poder económico mundial. Lo que, a su vez, tiende a trasladarse también al terreno geopolítico, donde EEUU ya no puede ejercer su dominio imperial sobre el conjunto del planeta como antes. La retirada de Afganistán, en este sentido, no hace sino certificar el irreversible ocaso imperial en que se encuentra sumida la superpotencia. Si hace sólo 8 años, con Bush, creyeron que podían mantener dos guerras de ocupación al mismo tiempo, la realidad ha acabado imponiendo a Obama la evidencia de que no pueden siquiera mantener una indefinidamente. Ecos geopolíticos de la retirada De manera casi directamente proporcional a la rapidez de la retirada norteamericana, las distintas potencias con intereses en la zona ha intensificado su actividad política y diplomática sobre el problema de Afganistán y la situación regional. Apenas 15 días antes del anuncio de Obama –y cuando ya era un secreto a voces en las cancillerías mundiales su contenido– la Organización para la Cooperación de Shangai (OCS, un organismo regional que agrupa a China Rusia y las cinco repúblicas centroasiáticas) se adelantaba a los acontecimientos, invitando al primer ministro afgano, Hamid Karzai, a participar en ella. La OCS publicó una declaración pidiendo un Afganistán “independiente y neutral” (es decir, libre de ocupación extranjera). El presidente de Kazajstán, Nurusultan Nazarbayev, organizador de la cumbre, pidió expresamente que constara en el acta final que “es posible que la OCS se haga cargo de muchos temas en Afganistán tras la retirada de las fuerzas de la coalición en 2014.” Simultáneamente, el presidente iraní Mahmud Ahmadineyad lanzaba una sorprendente invitación –rápidamente aceptada– al presidente de Pakistán, Asif Ali Zardari y a Karzai para asistir a Teherán y participar en una conferencia internacional sobre terrorismo el 25 y 26 de junio. Irán observa un serio deterioro en las relaciones de EEUU con los gobiernos afgano y paquistaní y cree poco probable, en medio de la retirada, una rápida recuperación. Desde ese punto de vista, Teherán se ha lanzado velozmente a tratar de aprovechar la ventana de oportunidad que se le ha abierto para revertir el ascenso de 10 años de EEUU en la geopolítica de la región Para EEUU, es imperativo lograr un acuerdo de asociación estratégica con Karzai antes de que culmine la retirada. Acuerdo que determinará las relaciones políticas, militares y económicas de EEUU con Afganistán en las próximas décadas y que es parte integral de las estrategias regionales de Estados Unidos para Asia Central, Rusia y China. Sin embargo, a medida que su posición política y militar se ha ido deteriorando, EEUU está perdiendo el monopolio en la resolución del conflicto en Afganistán. Y ni Karzai ni las principales fuerzas políticas afganas pueden ya mantenerse alejados de las redes de las potencias regionales.