Las imágenes y testimonios que llegan de Afganistán no pueden sino helar la sangre de cualquier persona de bien en cualquier parte del planeta. Miles y miles de personas -hombres, mujeres y niños- tratan de escapar del régimen de terror de los talibanes, que se cierra como unas mandíbulas sobre amplias capas de la población, especialmente sobre las mujeres, pero también contra cualquiera que no quepa en la ultrareaccionaria y medieval mentalidad fundamentalista de la sharía.
Pero el horror y la repugnancia hacia los talibanes, y la solidaridad hacia los refugiados, no debe nublarnos la mirada hacia quién ha convertido Afganistán en un infierno, hacia quién ha alimentado al monstruo de violencia y opresión que ahora devora ese país. Porque si Afganistán lleva casi medio siglo siendo un escenario de guerra, de extremismos y de matanzas, es por la intervención de las superpotencias hegemonistas, primero de la Unión Soviética y luego de Estados Unidos. Y no es ningún secreto que los talibanes que hoy oprimen brutalmente al pueblo afgano fueron apoyados, financiados y armados en su día por las administraciones norteamericanas de Jimmy Carter, Ronald Reagan y George H.W. Bush.
La maldición que pesa sobre este país, lo que lo ha hecho ser una codiciada pieza en el ajedrez de las superpotencias, no estriba en sus riquezas naturales, sino en su ubicación en el mapa centroasiático. Afganistán es una auténtica encrucijada geoestratégica situada en medio del área de influencia de poderosos jugadores. Sus fronteras lindan con Irán al oeste, con Pakistán -pieza clave no solo por su poder nuclear, sino por su relación con India, una de las grandes potencias emergentes- al este, con las repúblicas exsoviéticas de Turkmenistán, Uzbekistán y Tayikistán al norte, importantes no solo por su relación con Rusia, sino con el proyecto de la Nueva Ruta de la Seda de China, país con quien Afganistán también comparte frontera a través del estrecho corredor de Wakhan.
Esta -la importancia geoestratégica de Afganistán, y especialmente su lugar en el cerco a China, principal amenaza a la hegemonía estadounidense- es la razón de porqué EEUU ha mantenido sobre Afganistán la guerra de ocupación más larga y costosa de su historia, dedicando billones de dólares -en tropas, armamento y fondos para «untar» a las ultracorruptas estructuras del gobierno títere de Kabul- a un conflicto que los propios informes del Pentágono hace tiempo que daban por imposible de ganar.
La pérdida de este punto estratégico para EEUU no es una «guerra perdida más» del hegemonismo norteamericano, sino una derrota que de seguro va a tener hondas consecuencias para una superpotencia en su ocaso imperial.
Si el 2021 empezó con el bochornoso espectáculo de la toma del Capitolio por una turba de seguidores trumpistas -un tumulto que revelaba hasta qué punto se ha antagonizado la división de la sociedad norteamericana y la lucha de fracciones en el seno de su clase dominante- a mitad del año nos encontramos con una retirada humillante para la Casa Blanca. La salida de las tropas de EEUU y sus aliados de la OTAN estaba pactada con los talibanes, y estaba previsto un complejo proceso de negociación entre el gobierno de Kabul y los integristas. Pero nada hacía prever que el ejército afgano se derrumbara a los primeros embates, y que los talibanes se hicieran con la mayor parte del país en apenas una semana. Veinte años de ocupación para un colapso de menos de diez días.
El poder de los EEUU es todavía gigantesco. Quien quiera augurar en la salida norteamericana de Afganistán un signo de su inminente caída debe esperar sentado. Pero es, inequívocamente, una notable muestra de las crecientes dificultades que tiene la superpotencia para mantenerse en todos sus muchos frentes, para gobernar un orden internacional que camina desde la unipolaridad a la multipolaridad. Esta derrota, fruto de su ocaso, tendrá consecuencias y alimentará aún más su decadencia.
La polvareda de este gran movimiento de tierras geopolítico todavía no se ha disipado, y aún es pronto para vislumbrar todas las consecuencias. Pero podemos aventurar que junto a los perdedores -EEUU y la OTAN- este cambio de poder en Afganistán tiene consecuencias menos dañinas para otros países. En primer lugar Pakistán, el país donde se refugiaron los líderes talibanes, pero también a Irán, que ahora verá desaparecer las bases militares norteamericanas en suelo afgano que amenazaban su flanco oriental. También es previsible que Rusia y las repúblicas exsoviéticas no tarden mucho en reconocer al nuevo Emirato Islámico de Afganistán y en sacar beneficios de la retirada yanqui. China -que trata de tender puentes con los talibanes para que el integrismo islámico no se contagie a la vecina región autónoma uigur de Xinjiang- también puede considerarse vencedora indirecta de la partida afgana.
La presidencia de Joe Biden había empezado con algunos avances por parte del hegemonismo norteamericano, por ejemplo con una gira europea donde Washington ha encuadrado a sus aliados del G7, de la UE y la OTAN en torno a su “América is Back” y a su nueva estrategia de contención de China.
Pero la realidad es la que es. Un tumultuoso conjunto de contradicciones golpean sin cesar a la superpotencia norteamericana, haciéndola retroceder, socavando su poder. No se retiran de Afganistán, han sido obligados a marcharse.