Los primeros pasos de Trump como presidente electo permiten hacer una primera aproximación a lo que va a ser la nueva línea del imperio bajo su mandato.
En una reciente entrevista a la cadena Fox, Trump declaraba que EEUU se beneficiará de un acercamiento a Rusia y que los dos países podrían colaborar «juntos para resolver algunos de los grandes y urgentes problemas» del mundo. Con ello mandaba un mensaje más de su objetivo de mantener una buena relación – o, si es posible, incluso forjar una alianza– con el Kremlin.
Las razones de este giro en la política exterior norteamericana hay que buscarlas en la profunda crisis geopolítica que EEUU ha sufrido en los últimos 15 años. Como ha recordado recientemente un experto en relaciones internacionales,”el expansionismo político-militar del imperio está siendo frenado, por el momento, en lo que es su principal territorio de operaciones: la región de Asia-Pacífico. Dos rivales estratégicos de EEUU: China y Rusia, han estrechado en este tiempo su alianza y han ido arrastrando hacia su espacio a grandes, medianos y pequeños estados de la región: desde India, hasta Irán, [pasando por las repúblicas del Asia Central]. En los dos extremos geográficos de Eurasia, [el súper-continente donde se juega EEUU su hegemonía], los recientes giros de Turquía y Filipinas alejándose de la influencia norteamericana y acercándose al espacio chino-ruso marcan desde el Mar Mediterráneo y desde el Océano Pacífico, el declive de la dominación periférica del imperialismo norteamericano. Mientras el fracaso estadounidense en Siria señala el principio del fin de su omnipotencia militar”.
Es en este contexto donde aparece la alternativa de Trump de acercarse a Moscú. No por razones ideológicas, sino geopolíticas. Pues su objetivo no es otro que atraerse al Kremlin, a cambio de reconocer sus intereses en la Europa báltica y del Este, el Oriente Medio, el Asia Central y el Cáucaso. Y con ello aislar a China rompiendo –o al menos debilitándolas lo más posible– las privilegiadas relaciones entre Pekín y Moscú.
Bajo la admiración, real o impostada, de Trump por los modos autoritarios de Putin y Erdogan subyace el intento por atraer hacia el sistema de alianzas de EEUU a dos jugadores claves para el aislamiento y la contención de China.
Para quienes creen que esto es algo irrealizable, recordarles que la Rusia de Putin es una potencia imperialista, heredera además de una superpotencia, que, como cualquier otra, no tiene amigos sino intereses. Y además dirigida en su núcleo central por antiguos dirigentes del KGB. Por ello no es en absoluto descartable que, bajo determinadas condiciones, pueda dar un giro de 180º hoy impensable en su política exterior y su sistema de alianzas.
Un giro que significaría una auténtica convulsión de la cadena imperialista. Reordenamiento en el que socios tradicionales de Washington como Europa o Arabia Saudí llevan todas las de perder y ver rebajada su categoría y su peso en un nuevo orden mundial.
Programa de rearme, también en lo nuclear
Dentro de unos días, cuando Donald Trump, tome posesión de la Casa Blanca, será no sólo Presidente, sino Comandante en Jefe de las fuerzas armadas estadounidenses. Como tal, Trump tendrá en sus manos el destino del arsenal nuclear con que cuenta Estados Unidos, compuesto por 2.150 ojivas nucleares activas (1.950 estratégicas y 200 tácticas) más otras 2.800 en reserva y unas 3.000 almacenadas para su desmantelamiento.
Asimismo, dispondrá de un presupuesto de modernización de estas fuerzas nucleares, aprobado por el “Nobel de la paz” Obama, de 1,5 billones de dólares en los próximos 30 años. Además de otros 144.000 millones de dólares para la adquisición de 12 submarinos nucleares porta misiles, 100 nuevos bombarderos de largo alcance, portadores de bombas nucleares y 400 misiles terrestres de la misma categoría.
En el terreno de las fuerzas convencionales, Trump hereda un presupuesto de 524.000 millones de dólares solicitado por el Departamento de Defensa para el año 2017, sólo para cubrir gastos corrientes como salarios, combustible, compra y modernización de armamento y equipos de las tropas regulares. De ese presupuesto están excluidos tanto el armamento nuclear como las numerosas partidas militares camufladas en diversos ministerios o en los programas de la NASA. Por lo que la cifra real puede acercarse al billón de dólares, prácticamente el 50% del gasto militar total del mundo.
Con 1,5 millones de efectivos militares y 1,1 millones de reservistas, distribuidos en seis comandos regionales, que cubren todo el planeta, más el Comando Aéreo Estratégico y otros dos comandos especiales. Con 6.200 aviones en servicio activo, con más de 2.000 misiles crucero de lanzamiento aéreo y 450 misiles balísticos intercontinentales. A los que hay que sumar 10 portaaviones, 20 buques anfibios de comando y asalto, 54 submarinos de ataque, 14 submarinos portadores de misiles balísticos, 4 submarinos de misiles guiados, 11 fragatas, 22 cruceros, 62 destructores, 13 buques barreminas, 4 buques de combate en litoral y otros medios navales, entre ellos drones submarinos como el recientemente capturado por las autoridades chinas en sus aguas territoriales.
200.000 estadounidenses, miembros de las fuerzas armadas, se encuentran destacados en las cerca de 1.000 bases que el Pentágono dispone en otros países. Cerca de 15.000 de ellos se encuentran todavía desplegados en Afganistán, Irak y Siria. Más de 67.000 soldados están estacionados en toda Europa, en bases militares de Alemania, Reino Unido, Italia y España, las repúblicas exsoviéticas del Báltico y Turquía. Otros 97.000 en la región de Asia Pacífico, así como al menos 5.500 en Iberoamérica y otros tantos en África.
Pues bien, todo este inmenso y monstruoso aparato militar le parece todavía insuficiente al Pentágono, el complejo militar-industrial y al propio Trump, que ha prometido aumentar el presupuesto de Defensa, en un % todavía indeterminado, para “volver a hacer grande a América”.
Las espadas en alto
Estos parecen ser los objetivos de Trump –los económicos e internos los veremos con detalle en la próxima entrega–, sin embargo una cosa es declarar intenciones, y otra muy distinta poder llevarlas a la práctica.
El nuevo sistema de alianzas que pretende Trump incomoda a la gran corriente de pensamiento dominante y los intereses creados en torno a la política exterior estadounidense durante décadas. Trump no tiene una conexión profunda ni particularmente amistosa con el establishment político, y su relación con esta élite es tensa, incluido el propio Partido Republicano. No le será nada fácil aplicar su estrategia.
Pero además de las propias tendencias de Trump, la realidad es que Estados Unidos ya no es lo suficientemente poderoso como para mantener su hegemonía global. Barack Obama apenas ha podido apuntalar esta situación, pero Trump la puede hacer caer.
Sobre todo si se empeña en tentativas inverosímiles de recomposición de un sistema de dominación decadente profundizando el rearme, la injerencia y el saqueo, una dinámica ya vista a lo largo de la historia acompañando y acelerando los declives imperiales.
En último término, y como ha dicho Paul Craig Roberts, ex funcionario del Tesoro en el gobierno de Ronald Reagan a raíz de las acusaciones de la CIA por el supuesto ciberespionaje ruso; “si los oligarcas neoconservadores o de seguridad militar están dispuestos a actuar tan públicamente en violación de la ley contra un presidente entrante que podría acusarlos y someterlos a juicio por alta traición, ¿no estarían dispuestos a asesinar el presidente electo?” No sería la primera vez en la historia de EEUU.