Se mire por donde se mire, la calificación apropiada es la de escandaloso, tanto a nivel mundial como de cada país: la crisis, además de haber aumentado las diferencias sociales, ha acentuado la concentración de riqueza en cada vez menos manos. Las cifras son apabullantes: las 85 personas más ricas del mundo, que cabrían en un cine de los pequeños, tienen tanto dinero como las 3.570 millones de personas que menos recursos tienen en el mundo, y que bastarían para llenar tres continentes.
El 1% de la población del mundo tiene la mitad de la riqueza. Este mapa de lo que se posee muestra, entre otras cosas, que en los países más ricos hay bolsas cada vez más extensas de pobreza extrema, y en los más pobres, élites que concentran la mayor parte del PIB del país. Y una buena parte de esa riqueza concentrada en pocas manos ni siquiera tributa, porque duerme en paraísos fiscales. Otro dato que procede del mapa: el 1% de la población más rica de EE UU acapara el 95% del crecimiento generado tras la crisis financiera.
España ha tenido el dudoso honor de situarse en cabeza de los países más desiguales de Europa, superada por Letonia. La crisis no ha hecho sino aumentar las diferencias: antes de 2008, el 20% de los españoles más ricos ganaba 5,3 veces más que el 20% más pobre; en 2011 esa cifra había aumentado hasta 7,5 veces.
Todo lo anterior figura en un informe elaborado por Intermón Oxfam —con datos de organismos oficiales— para el Foro Económico Mundial de Davos. Como ha advertido el premio Nobel de Economía Joseph Stiglitz, este aumento de las desigualdades no solo es profundamente injusto, sino que también es un factor que impide el desarrollo económico.
De no aplicar medidas correctoras, la situación se aproximará a lo insostenible. Cuando los ricos acumulen la mayor parte de la riqueza y haya enormes capas de la población que sean pobres, ¿quién consumirá lo mucho que la economía es capaz de producir y necesita vender para seguir produciendo? La concentración de riqueza supone además una amenaza para la democracia, pues otorga a quien la tiene un gran poder —que puede considerar irresistible— de condicionar las decisiones de la política.