Se cumplen 50 años de la publicación, en 1963, de esta novela iniciática de Julio Cortázar, que arrastra hasta hoy el sello de la polémica.
En una carta de finales de los años cincuenta, de 1958, Julio Cortázar afirma que acaba de terminar la novela Los premios y que piensa en otra obra más ambiciosa que será, se teme, “bastante ilegible”, una especie de “resumen de muchos deseos, de muchas nociones, de muchas esperanzas y también, por qué no, de muchos fracasos”. Un año más tarde anuncia que está escribiendo una antinovela. Más tarde dirá que prefiere el término contranovela. Aun en estado embrionario Rayuela generó un sinfín de definiciones a cargo de su propio autor: libro infinito, gigantesca humorada, bomba atómica, grito de alerta, el agujero negro de un enorme embudo…
Ese amplio diapasón a la hora de definir la naturaleza o el rasgo esencial de lo que se lleva entre manos Cortázar, anticipa muy bien las dificultades y las polémicas que, tras su publicación, van a rodear siempre a Rayuela. Si en el propio planteamiento de Cortázar hay un ir y venir, una mutación perpetua de puntos de vista y criterios, una duda existencial, por así decirlo, en relación a qué es exactamente lo que está escribiendo, es absolutamente lógico que todo ello acabara desencadenando entre críticos, comentaristas y lectores, un haz de interpretaciones y un juego de términos a la hora de dar a la obra un perfil definido.
Y es que Rayuela nace, desde un principio, con una voluntad de disidencia, de ruptura, de novedad, con un aire de rebeldía -se ha dicho que juvenil o adolescente, aunque yo no lo creo enteramente así- que marcó sin duda una época.
Ya la entrada, el comienzo mismo del libro, suscitó una sensación de novedad o extrañeza, al incluir un cuadro de mando o “tablero de dirección” de lectura y ofrecer al lector al menos dos posibilidades distintas de leer el libro: una siguiendo el orden lógico y otra intercalando en ese orden un conjunto tan amplio y diverso de capítulos como el del relato continuado, la mayoría breves, incluso muy breves, y que funcionan como una especie de contrapunto (y también de complemento) al relato principal. La idea de juego, tan grata a Cortázar, ya está ahí. O la idea de puzzle, tan grata a Perec. O una cierta reivindicación de la libertad del lector, como correlato a la libertad del autor. En todo caso, un desafío a las normas y a la lógica. Desafío que Cortázar amplía desde la estructura general del relato, desde su singular arquitectura, hasta el propio lenguaje, donde también vemos desplegadas las astucias del juego, las geometrías del puzzle, la libertad narrativa del escritor (que en este caso va muy lejos) y su voluntad de ruptura y novedad.
Aunque la novela, estrictamente considerada, contiene dos partes, una que trascurre en París y otra en Buenos Aires, el mito y la leyenda de la novela, las reseñas y los artículos periodísticos sobre ella, los comentarios de los lectores, y las ideas más comunes se centran en exclusiva en la historia de Oliveira y La Maga deambulando por París, encontrándose y desencontrándose, buscándose y perdiéndose, haciendo el amor en hoteluchos de muerte o asistiendo a las veladas de jazz del Club de la Serpiente. La historia de ese fracaso amoroso con la torre Eiffel al fondo, las aguas del Sena como testigos y la trompeta de Louis Armstrong como acompañamiento, hizo germinar una mitología juvenil, una fiebre, que fue la ola en la que se encaramó la novela, a finales de los sesenta, y hasta principios de los ochenta, convirtiéndola en un fetiche. En un símbolo de libertad… en gran medida ilusorio (como creo que el mismo Cortázar deja entrever en la novela), puesto que Oliveira mismo acaba “expulsado” de aquel aparente “paraíso” y ni siquiera París es ya, a mediados de los sesenta, ese referente cultural y libre que fue los cien años anteriores, o está dejando de serlo, para dar pasos agigantados hacia la insignificancia actual.
No obstante, Cortázar logró imbuir a sus personajes el profundo desasosiego en el que viven, evadidos de su mundo (inmigrantes la mayoría) e incapaces de formar parte ya de otro, que no tiene un lugar para ellos, que los trata con distancia y escepticismo, que los repele: ya no estamos en el París inclusivo de los años veinte. Para Oliveira y La Maga, París es un escenario de estímulos y sensaciones, de lecturas y exposiciones, de sonidos y peregrinajes, pero para nada es ya un hogar acogedor. Y eso potencia su desarraigo, su pérdida, el desasosiego permanente de sus vidas, unas vidas definidas por el inconformismo y una búsqueda permanente.
Oliveira, como lo define el analítico Gregorovius, es un ser “patológicamente sensible a la imposición de lo que lo rodea, del mundo en que se vive, de lo que le ha tocado en suerte… En una palabra, le revienta la circunstancia. Más brevemente, le duele el mundo”, por decirlo orteguiana, unamunianamente. Además, automáticamente, lo racionaliza todo. O lo remite a una espesa red de referencias culturales, una malla de protección. Por el contrario La Maga es toda intuición. El océano de su ignorancia está cubierto por al mar proceloso y espontáneo de sus intuiciones, más certeras casi siempre que las trabajadas y laboriosas elaboraciones intelectuales de Oliveira y sus amigos. A su manera, opuesta a la de Oliveira, ella es también un ser desarraigado, libre, sin patrón, un corazón ambulante lleno de encanto y sueños. Como el aceite y el agua, Oliveira y La Maga se relacionan, pero no se unen, no se disuelven el uno en el otro. La presencia de Rocamadour, el hijo de La Maga, los distancia aún más. El fracaso es inevitable, y Cortázar parece un resignado cómplice y testigo de ello.
Crónica de un fracaso amoroso y vital, novela de amor bañada, enmascarada en una plétora de referencias culturales, que al lector actual le costará bastante seguir, Rayuela ha funcionado, sin embargo, en el imaginario colectivo como un acto narrativo de rebeldía y un estímulo libertario. Funcionó así comprensiblemente hace 50 años (sobre todo en España e Hispanoamérica, donde aún existían un puñado de dictaduras), pero sorprendentemente lo sigue haciendo todavía hoy, con unos referentes sociales, políticos y culturales muy distintos, lo que sin duda habla a favor del espíritu de la novela, de su genuino inconformismo, de su inagotable capacidad de sugestión.
Forma parte del mito de esta novela que «gusta a todos», a pesar de su aire de experimentalismo y sofisticación. Pero no es enteramente así. Por ejemplo, el escritor y ensayista argentino Damián Tabarovsky (Buenos Aires, 1967) rompe contundentemente la imagen de esa supuesta devoción universal cortazariana: “¿En qué momento Rayuela se convirtió en un libro leído en la adolescencia y nunca jamás en la adultez? O más aún, ¿en qué momento pasó a ser un texto adolescente? No lo sé. Sé, en cambio, que para mí, y para muchos de mi generación Rayuela nació ya cursi, remanida, llena de recursos demagógicos, y, casi me animaría a decir, sociológica: encarna –igual que Sábato en otro extremo- el gusto de una clase media urbana argentina que se imaginaba en ascenso social, que suponía que, vía a Cortázar y otros como él, accedía a la alta cultura, a la divulgación de la vanguardia francesa, al último grito de la moda de la novela moderna. También expresa el último estertor en que París se pensaba a sí misma –y las clases medias argentinas lo creían- como la capital cultural del mundo. Todo eso terminó, y ahora la clase media argentina sueña con ir de compras a Miami. Y la literatura ya no le importa a nadie”