Trump: Año Uno

Hace un año se producía la victoria del ‘candidato imposible’ en las elecciones presidenciales: contra todo pronóstico, Donald Trump ganaba a Hillary Clinton en la carrera por la Casa Blanca. Doce meses después ¿qué balance podemos hacer de su mandato?, ¿ha avanzado o ha retrocedido -de la mano de Trump- la superpotencia norteamericana en estos meses?

El 10 de noviembre de 2016, la noticia de la victoria de Donald Trump en las elecciones norteamericanas hacía temblar las redacciones del mundo entero. Nadie habían apostado por el ‘outsider’ frente a la ‘favorita’ Hillary. Se lo había dibujado como un candidato no deseado por Wall Street ni por los núcleos de poder de la clase dominante norteamericana o del establishment político de Washington, como un espantajo misógino, racista y “descerebrado”, que actuaba a golpe de impulsos irreflexivos y no guiado por los intereses de conjunto de los intereses de la hegemonía norteamericana.

Un año después, ha quedado demostrado lo miope, ramplona y superficial de esa caricatura. Más allá de que Donald Trump sea una figura ciertamente «peculiar» -adicto a la pirotecnia verbal, a los tuits incendiarios, a la incorreción política, y profundamente reaccionario- el republicano es (como no podía ser de otra manera tratándose del presidente de la nación más poderosa del mundo) un fiel representante de la plutocracia norteamericana. Su política se ajusta como un guante a la del sector hegemónico de la clase dominante yanqui que lo aupó a la Casa Blanca y cuya linea representa.

Doce meses después, la presidencia de Trump ha cosechado algunos éxitos, cosechando pingües beneficios para los monopolios yanquis. Pero visto desde el conjunto de contradicciones que amenazan la hegemonía de EEUU y que determinan su declive, en estos 360 días la superpotencia ha seguido recorriendo el mismo camino hacia su precipicio. No ha detenido la pérdida de peso económico relativo en el mundo, ni ha logrado contener el ascenso de sus rivales geopolíticos -en especial de China- ni la tendencia al desarrollo autónomo de un número creciente de países del mundo.

En el terreno de las contradicciones internas que asolan a EEUU, el balance es mucho más demoledor. Trump ha potenciado la división de la sociedad norteamericana y las contradicciones entre la oligarquía con amplios sectores de las clases populares. Y sobretodo, este es un año en el que la división y el enfrentamiento en el seno de su clase dominante en torno a qué camino a seguir para manetener la hegemonía norteamericana ha alcanzado cotas nunca vistas, traduciéndose en una batalla política en torno a la Casa Blanca y la administración que ha condicionado seriamente las políticas de Trump.

Lluvia de oro para Wall Street

El eslogan “América First” con el que Trump ganó las elecciones fue entendido como “un giro proteccionista” de EEUU que tendría negativas consecuencias para el comercio mundial. Sin embargo, pronto quedó claro que Trump no pretendía un imposible retorno al proteccionismo del siglo XIX, sino establecer unas nuevas reglas en el orden económico internacional que privilegien los intereses de EEUU frente al resto del mundo.

La pérdida de peso económico relativo de la superpotencia, frente al ascenso de otras potencias emergentes en una economía globalizada había engendrado desequilibrios que necesitaban ser corregidos. Provocando una desindustrialización de amplias áreas de EEUU (como la zona del “Citurón de Óxido” de los Grandes Lagos) o balanzas comerciales muy favorables a sus rivales económicos, como la de EEUU con China.

Buscando repatriar capitales y reindustrializar el país, Trump ordenó la retirada de EEUU del acuerdo comercial transpacífico (TPP), la suspensión de las negociaciones para el TIPP, o el aumento de los aranceles fronterizos para las mercancías producidas en el extranjero.

En los primeros días de su mandato, Trump decretó una drástica rebaja fiscal a grandes empresas (del 35% al 15%), la reducción de regulaciones en banca, industria o farmacéuticas, o una amnistía fiscal para que bancos y monopolios repatriaran beneficios. Luego derogó todas las limitaciones medioambientales asociadas a los acuerdos del Clima de París, permitiendo al gran capital norteamericano enriquecerse rápidamente.

“El mercado de valores de EEUU se muestra tan exitoso gracias a mí. Siempre he sido muy bueno con el dinero”, dijo hace poco un exultante Trump. Su primer año de mandato ha hecho que el índice Nasdaq -que agrupa a la mayor parte de las compañías tecnológicas- aumente un 30%, o que el índice Dow Jones -indicador del conjunto de principales monopolios- haya subido también más de un 30%. Compañias tecnológicas como Apple, Facebook o Amazon -en varios momentos muy críticas con la retórica antiglobalizadora de Trump- han encabezado las ganancias (un 40%) junto a la banca (Bank of América y JP Morgan).

Eso no quiere decir que las empresas más ligadas al mercado mundial -que obtienen al menos el 63% de sus ingresos fuera de las fronteras del país- no tengan contradicciones con la política económica y comercial de Trump. Pero de conjunto, para las ganancias de la burguesía monopolista es el mejor primer año presidencial desde la elección de Bush (padre) hace tres décadas.

Balance en la arena internacional

Con Trump, la superpotencia norteamericana no ha sido capaz de alterar -ni siquiera indiciariamente- la poderosa tendencia internacional a que los pueblos y países avancen y el hegemonismo retroceda. A pesar de haber cosechado algunos éxitos parciales y de haber abonado el conflicto en regiones tan explosivas y sensibles como Oriente Medio o la península de Corea, Trump no ha logrado atraer sustancialmente a Rusia al frente anti-chino, tal y como pretendía -tampoco a otras potencias militares a quienes ha cortejado, como India o Turquía- ni contener el ascenso de China, ni de toda la pléyade de naciones que buscan su camino de independencia y desarrollo.

La subida de Trump a la Casa Blanca ha significado un viraje sustancial de la política exterior de Obama, aunque con un mismo objetivo: preservar la hegemonía norteamericana. Ha perseguido endurecer el cerco a Pekín en todos los frentes -económico, política, diplomático y militar- acelerando el traslado de sus recursos a la región de Asia-Pacífico, azuzando el conflicto con Corea del Norte como palanca para concentrar fuerzas en los mares orientales, o intentando recomponer las relaciones con Rusia para atraerla a un frente mundial antichino. Ha trabajado por detener el retroceso de la influencia norteamericana en Oriente Medio, volviendo a poner a Irán en el centro de su «eje del mal» e impulsando una suerte de «OTAN sunnita-israelí» con sus gendarmes de Riad y Tel Aviv. En cuanto a Europa -frente al trato deferente que dispensaba Obama a las potencias europeas- Trump se ha empeñado en degradar y descoser las costuras de la UE, para poder encuadrar mejor a sus naciones en el plano militar, avanzando en la exigencia de que destinen el 2% de sus PIB a los gastos militares de la OTAN, y que asuman sus puestos de combate en los escenarios asignados.

“Antes EEUU jamás perdía una guerra, ahora no ganamos ninguna. Es inaceptable”, ha declarado Trump, apostando fuertemente por aumentar la fuerza y la capacidad de amenaza militar de EEUU, incrementando en un 10% los gastos del Pentágono, para beneficio de la poderosa industria armamentística del complejo militar-industrial.

Trump busca potenciar todavía más la supremacía bélica yanqui como palanca principal para salvaguardar la hegemonía. Un refuerzo militar que -al menos de momento, y sin menospreciar la enorme amenaza de guerra que supone para los pueblos una línea de este tipo- que responde más a una estrategia de disuasión que a la de un país que busca con ahínco el desencadenamiento de grandes guerras, como hicieron Clinton (los Balcanes), George W. Bush (Afganistán e Irak) y Obama (Siria).

A pesar del discurso bravucón de Trump, la superpotencia está en un acelerado declive, ha encadenado una ristra de fracasos militares y no puede «permitirse» el desencadenamiento de grandes conflictos. En lo que se centra Trump es en que EEUU recupere la «credibilidad de la amenaza», que sea capaz de elegir cuidadosamente los objetivos y, una vez fijados, pueda lanzarse resueltamente y con toda su aplastante superioridad militar a conseguir la victoria. Pero aún está por ver si podrá conseguir esto último.

Un país polarizado

El primer año de presidencia de Trump ha polarizado fuertemente a la opinión pública norteamericana, agudizando los profundos antagonismos de clase que ya estallaron durante la presidencia de Obama. El despliegue del carácter abiertamente reaccionario, xenófobo, racista y en muchos casos demagógico de su discurso -cercano a los postulados de la ‘alt right’, la extrema derecha alternativa norteamericana- le ha proporcionado no solo la furibunda hostilidad de los sectores más progresistas de la sociedad norteamericana, incluyendo la mayor parte de los artistas e intelectuales, sino de la inmensa mayoría de las minorías étnicas.

Las protestas contra la construcción del Muro en la frontera con Mexico le han ganado la enemistad de los chicanos, el veto migratorio (junto a decenas de declaraciones islamófobas) han soliviantado a la comunidad musulmana de EEUU, e incidentes como los enfrentamientos de Charlottesville -donde la extrema derecha racista, animada por la victoria de Trump, agredió impúnemente ante la aquiescencia y la complicidad de la Casa Blanca- ha creado un polvorín de tensión entre los afroamericanos, que ya protagonizaron intensos estallidos de indignación con Obama. El negacionismo climático de la administración trumpista le ha puesto en contra de buena parte de la comunidad científica e ilustrada del país. Con Trump en la Casa Blanca, las contradicciones entre los intereses de la clase dominante y amplios sectores populares se exhacerban con furia.

El palacio sobre la grieta

El año uno de Trump ha ido el escenario de una lucha sin cuartel en el seno de la clase dominante norteamericana, fruto de su aguda división en torno a qué linea seguir para mantener la hegemonía. Si es cierto que la victoria de Trump -en unas elecciones en las que influyeron decisivamente las maniobras del FBI sobre los correos de Clinton- es fruto del triunfo de uno de los dos sectores oligárquicos a la hora de imponer su línea, no lo es menos que el otro sector -el que apuesta por una línea como la de Obama o Clinton, más enfocada en los instrumentos económicos, políticos y diplomáticos que en lo militar- ha tratado de sabotear, socabar, reconducir o limitar los márgenes de maniobra de la actual administración.

Nunca un primer año presidencial había visto caer a tanta cantidad de estrechos colaboradores del presidente. La primera baja importante fue la de Michael Flynn (asesor de Seguridad Nacional), por el escándalo de las filtraciones a Rusia (luego Trump despidió al jefe del FBI, James Comey, en represalia). También han caído pesos pesados de Seguridad nacional como Derek Harvey o K.T. McFarland, o figuras muy cercanas al presidente como Anthony Scaramucci, Katie Walsh, Sean Spicer (portavoz) o Reince Priebus (jefe de gabinete), sacudidos por diversos escándalos aireados por una prensa que (mayoritariamente) funcionan como una batería mediática contra Trump, y con los que el magnate mantiene una agria y permanente polémica.

Pero sin duda, la baja más importante de su equipo original es la de Steve Bannon, su estratega jefe y principal ideólogo (cercano a la alt right), derribado en la intensa lucha de poder dentro y fuera del equipo presidencial, por los cuadros más estrechamente ligados a los tradicionales círculos de poder de la burguesía monopolista, que buscan moderar y reconvertir al gobierno trump en un instrumento más fiable de los intereses de la superpotencia.

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