Bajo el pretexto de una disputa política interna, supuesta o realmente cargada de ideología y de intereses a corto plazo, lo que se esconde en realidad es la voluntad decidida de la burguesía norteamericana por hacernos pagar al resto del mundo la factura de su hegemonía, incrementando el saqueo hasta límites asfixiantes bajo la amenaza de conducir al planeta al borde del abismo.
Los términos del chantaje están erfectamente definidos: piensen bien ustedes –es decir, el resto del mundo– lo que les conviene seguir financiándome ilimitadamente y a bajo coste, porque de lo contrario yo poseo la capacidad de provocar una oleada de turbulencias en la economía mundial que pueden dejar pequeñas a las que siguieron a la caída de Lehman Brothers y perjudicará gravemente sus intereses. ¿Susto o muerte? Elijan ustedes mismos: o aceptan aumentar el pago de los tributos que exige nuestro dominio, a cambio de que nosotros garanticemos la relativa estabilidad del orden mundial, o si no ya saben que la alternativa es el caos. Las plañideras Como impulsados por un resorte automático, los grandes medios de comunicación mundiales se han lanzado a rogar como plañideras a demócratas y republicanos que dejen de lado sus diferencias y alcancen rápidamente un acuerdo. De lo contrario, aseguran, el mundo entrará en un sucesión de turbulencias incontrolables y de consecuencias imprevisibles: hundimiento de la principal moneda de reserva internacional, el dólar; incremento de los tipos de interés para todo tipo de deudas; severas perturbaciones en la Bolsa y en los mercados de deuda; empeoramiento dramático de la situación y graves daños para la economía norteamericana, y por extensión a la de resto del mundo. En conclusión, como ha dicho alarmado hace unos días el diario alemán Die Welt, “La crisis norteamericana del siglo XXI podría traer la caída de la potencia dominante del siglo XX”. ¿Y qué? Si cae la potencia dominante, ¿qué pasa? ¿Acaso no han caído otras potencias dominantes a lo largo de la historia, sin que por ello la humanidad haya visto interrumpida su marcha hacia el progreso y la libertad, sino más bien al contrario, la haya acelerado y ampliado? Hace ahora exactamente 20 años, en agosto de 1991, se hundía –desapareciendo literalmente del mapa geopolítico mundial– la que fue la otra superpotencia dominante del mundo en la segunda mitad del siglo XX, la URSS. ¿Y qué? ¿Acaso, como vaticinaron algunos, se hundió el resto del planeta? ¿No ha ocurrido, por el contrario, que el mundo vive mejor, mucho mejor, sin ella? Pues exactamente lo mismo que ocurriría si Washington cae. Las raíces Toda esta situación hunde sus raíces en la contradicción insalvable que enfrenta EEUU: mientras su peso en el mundo declina sin cesar, se multiplican los recursos que necesita para mantener su aparato político-militar, base esencial para el mantenimiento de su hegemonía y para su misma condición de superpotencia. Es esta contradicción la que ha obligado a EEUU en las últimas tres décadas a convertirse en el país más endeudado del mundo, y la que le lleva a aumentar de forma incesante los tributos y el saqueo que impone –en distinto grado y forma– al conjunto del planeta. La deuda pública norteamericana oficialmente reconocida por el gobierno es de 14,2 billones de dólares. Pero esto es sólo gracias a los relajados criterios que permite el FMI para contabilizarla. Porque según la misma junta de gobernadores de la Reserva Federal, la deuda pública real de EEUU con los mercados de crédito asciende a 52 billones de dólares. Y otras fuentes independientes norteamericanas la sitúan en un umbral crítico de entre 100 y 114 billones de dólares. Tras el estallido de la crisis financiera de Wall Street en septiembre de 2008, esta contradicción irresoluble no ha hecho más que agudizarse, dando un salto cualitativo cuyos nocivos efectos se extienden sobre el conjunto de la economía mundial como una auténtica y devastadora plaga. Las recetas diseñadas por Washington en estos tres años, destinadas a proteger de la quiebra total a la oligarquía financiera de Wall Street y recaudar mayores tributos en todo el planeta, la resumió el presidente de la Reserva Federal, Ben Bernanke, cuando afirmó que para evitar la deflación estaba dispuesto a subirse en un helicóptero para lanzar montones de billetes de 100 dólares sobre Manhattan. Algo similar a lo que ha hecho desde octubre de 2008: someter a una frenética actividad a las rotativas de la Reserva federal imprimiendo un ingente volumen de dólares e inundando con ellos al planeta entero. El mecanismo es tan sencillo como perverso. Desde la caída de Lehman Brothers, las grandes instituciones financieras norteamericanas, que todavía hoy poseen el 42% de la deuda estadounidense, empezaron a intercambiar masivamente con la Reserva Federal sus títulos de deuda pública y privada (los derivados financieros tóxicos contaminados por las hipotecas subprime) por dólares contantes y sonantes. ¿De dónde saca la Reserva Federal el dinero que cambia por bonos? Literalmente, lo crea de la nada. Sólo necesita abastecerse de tinta y papel para poner en marcha la máquina de fabricar dólares. Es lo que De Gaulle denominó en la década de los 60 el “privilegio exorbitante” de EEUU. O lo que mas recientemente el presidente chino, Hu Jintao, ha calificado como “un producto del pasado”, exigiendo a Washington que mantenga “en un nivel razonable y estable la liquidez del dólar”. Desde el año 2000, EEUU ha aumentado en un 366% el número de dólares en circulación –y sólo desde el 2008 lo ha mas que duplicado–, con el doble objetivo de entregárselos a sus bancos y monopolios para que repusieran el capital perdido y mantener las tasas de su deuda pública en unos intereses artificialmente bajos. Y ya está en estudio un nuevo plan de estímulo de 900.000 millones de dólares más. Desde los tiempos de la República de Weimar en Alemania, a comienzos de los años 20 del siglo XX, cuando el gobierno alemán imprimió tanto dinero que se llegaron a necesitar tres billones de marcos para comprar un simple dólar y el dinero valía menos que el papel del que estaba hecho, el mundo no había conocido una emisión tan masiva de dinero como la llevada a cabo por EEUU en estos tres años. Una espiral maligna Pero al hacerlo, ha desatado una espiral maligna que amenaza a la economía mundial en su conjunto y a todos y cada uno de los países del planeta, sometidos de esta forma a la extorsión y el saqueo de Washington. Con el único fin de mantener su hegemonía, cueste lo que cueste a los demás, el demonio de Wall Street ha abierto de par en par las puertas por las que arrastra al resto del planeta a recorrer abruptamente los siete círculos del infierno. Un mercado mundial masivamente inundado de dólares sólo podía generar, como primera consecuencia, una elevada inflación. En contra de lo que suele pensarse, la inflación no está causada por el aumento de los precios. El aumento de los precios es sólo la forma en que se manifiesta la inflación. La inflación está causada por la presencia de demasiado dinero circulante con respecto a los bienes y servicios que se producen. La impresión masiva de dólares, al depreciar el valor de la principal moneda de reserva mundial y la más utilizada en las transacciones internacionales, hace inevitable el alza en el precio del resto de bienes y servicios. Y de una forma particularmente intensa en el mercado de materias primas, cuyas operaciones se realizan universalmente en dólares. El precio actual de las 33 principales materias primas que se comercializan en el mundo ha alcanzado un nivel sólo superado tres veces en la historia: durante las dos guerras mundiales y tras la segunda crisis del petróleo de 1979. Subida que no necesariamente beneficia a los países exportadores, ya que en mucho de ellos el control de la producción y/o la comercialización está en manos de las grandes multinacionales mineras, petroleras o alimentarias. Y porque, además, buena parte de la subida en los precios de las materias primas se originan en las bolsas del mercado de materias primas, donde los grandes fondos de inversión anglosajones controlan, mediante los contratos de futuro, gran parte de la producción mundial, embolsándose una parte no desdeñable del aumento de su precio. Los países emergentes y en vías de desarrollo han sido los primeros en sufrir sus efectos. Por una doble vía. No sólo aumentan los precios en dólares de las materias primas que se ven obligados a importar del mercado mundial, sino que las masivas inyecciones de liquidez de la Reserva Federal a sus bancos y monopolios –con el consiguiente mantenimiento de unas tasas de interés artificialmente bajas para su deuda pública– provocan una afluencia masiva de capitales hacia sus economías, donde cada dólar invertido rinde bastantes más beneficios que el exiguo 3% ofrecido por los bonos del Tesoro estadounidense. Esta afluencia crea un “recalentamiento” de sus economías, provocando una “superabundancia” de capitales que hace subir el precio de las mercancías en el mercado interno. Como consecuencia de este doble efecto, el pasado mes de mayo el índice de precios al consumo (IPC) en Brasil, India y Rusia se había elevado al 6,5%, el 8,7% y el 9,6%, respectivamente. Mientras que el de China subió un 6,4% en junio, y en Vietnam la tasa de inflación en junio se disparó hasta el 20,82%. El resultado es que buena parte de su crecimiento económico acaba siendo “devorado” por las altas tasas de inflación. Paradójicamente, tampoco las economías de los países desarrollados, pese a mantenerse prácticamente estancadas, se ven libres de los efectos inflacionarios de la superabundancia de dólares. EEUU tuvo en mayo una inflación del 3,6%, a pesar de que el PIB sólo creció un 1,3%. En España, a pesar de que la economía creció apenas un 0.1% y el consumo está en caída libre, el IPC alcanzaba en junio el 3,2%. Algo similar a lo que ocurre en la zona euro, con una inflación media del 2,7%. De conjunto, en estos países los síntomas de estanflación –estancamiento económico más inflación– son cada vez más evidentes. Una deuda sin techo La disputa en Washington entre demócratas y republicanos gira aparentemente en torno a la elevación o no del techo de la deuda. Pero esta es una disyuntiva falsa. Porque el rasgo principal que caracteriza la situación mundial es precisamente lo opuesto: la imposición de EEUU al resto del mundo de un mecanismo de endeudamiento ilimitado, sin techo. La aceptación –de grado o por fuerza– del carácter parasitario de la economía norteamericana que le permite hacer pagar el precio que cuesta mantener su condición de superpotencia a los demás países del mundo y a toda la economía mundial. El mismo diabólico mecanismo que le está llevando en esta coyuntura, no a controlar de forma efectiva sus niveles de gasto y endeudamiento público –lo que no es posible sin reducir de forma drástica las ingentes necesidades de su aparato político-militar–, sino a amenazar con lanzar a la economía mundial nuevamente a un abismo, declarando una suspensión de pagos temporal si el resto del planeta no se aviene a seguir financiándolo ilimitadamente al mínimo coste para ellos.