La pandemia del coronavirus ha pillado de nuevo a Europa con el pie cambiado y desunida. Las autoridades comunitarias, tras ignorarla primero y luego minusvalorarla, solo reaccionaron cuando el tsunami de contagios y muertes, y las drásticas decisiones de algunos estados, pusieron en evidencia que estábamos ante una grave crisis mundial. Ante la inacción de Bruselas, los estados miembros han ido trazando su propia línea de actuación, marcada en un principio por la insolidaridad y el olvido de los intereses comunes. Pero la extrema gravedad de la situación podría acabar cambiando todos estos parámetros.
Cuando la crisis sanitaria afectaba gravemente solo a Italia, la UE ni siquiera abordó el problema y países como Francia y Alemania desoyeron las angustiosas peticiones de ayuda, negándose a venderles mascarillas y respiradores, pese a que los contagios crecían de forma exponencial y los muertos se contaban ya por cientos. Cuando España se sumó a la deriva italiana y declaró el estado de alarma, ya el BCE había empezado a asomar, anunciando medidas para afrontar una crisis que las bolsas mundiales ya se encargaban de recordar que no iba a ser solo sanitaria, sino que iba a tener unas consecuencias económicas y sociales devastadoras. Y cuando, finalmente, se hizo evidente que ni Francia ni Alemania se iban a escapar de la pandemia y sus consecuencias, la UE y el BCE dieron un paso al frente y no solo adoptaron medidas contundentes (el BCE volvió a bajar los tipos a cero y puso encima de la mesa 700.000 millones de euros), sino que muchos países miembros comenzaron a hacerse receptivos a medidas anticrisis que, en el caso de Alemania y sus satélites, se negaron a asumir durante la crisis de 2008, y todavía se siguen resistiendo a adoptar, como, por ejemplo, la emisión de eurobonos, un arma colectiva de la UE que serviría para financiar las necesidades ingentes de los países ante la debacle económica que se avecina y para crear un escudo social protector para los millones de europeos que pueden acabar en el paro y con sus negocios cerrados por causa de la recesión.
Mientras la UE se debate entre dar o no dar un paso adelante más en su unidad y su acción colectiva, en un momento verdaderamente existencial (si la UE no hace nada en este contexto, o es irrelevante en una crisis como ésta, muchos se plantearán de qué sirve en realidad), los Estados europeos han comenzado a adelantar cada uno una serie de medidas, tanto para afrontar la situación de emergencia sanitaria como para capear el terremoto que va a suponer la parálisis de la actividad productiva y el confinamiento de la población.
Dentro del paquete de medidas adoptadas por Italia destaca, sin duda, la decisión de su gobierno de prohibir los despidos por las empresas amparándose en el coronavirus, decisión a la que se ha sumado también España.
En Francia, Macron, que estaba en unos índices de impopularidad enormes, ha anunciado medidas como la suspensión de la reforma de las pensiones o la posibilidad de no pagar los alquileres.
En España, el gobierno de Sánchez anunció medidas por un total de 200.000 millones de euros, que incluyen ayudas a pymes, autónomos y trabajadores afectados por expedientes temporales de regulación de empleo.
Alemania se ha planteado por primera vez saltarse la regla sagrada del “déficit cero”, y aumentar el gasto público para afrontar la recesión y el aumento del paro.
Se trata, en todos los casos, de medidas extraordinarias, nunca adoptadas antes, que revelan la conciencia de afrontar un reto nuevo y muy grave, acerca del cual los mandatarios europeos (unos antes que otros) han empezado a utilizar un lenguaje abiertamente bélico: “Estamos en guerra” o “En la peor crisis desde la segunda guerra mundial”, hemos escuchado estos días a Merkel y Macron.
Hasta Boris Jonhson se ha visto obligado, ante la llegada del tsunami, a cambiar su filosofía inicial de laissez faire, laissez passer, o lo que es lo mismo, dejar que la gente se contagie y se inmunice cuanto antes, aunque ello cueste decenas de miles de muertos, y sustituirlo por un intervencionismo cada vez más parecido al que se ha adoptado en el resto de Europa. La excentricidad criminal y la diferencia británica no han soportado la amenaza del pánico.
Otros mandatarios europeos, como el húngaro Orban, han visto en las medidas de excepción que se están tomando la oportunidad de acentuar su deriva autoritaria, arrogándose el poder dictatorial de gobernar por real decreto por tiempo indefinido.
Pero en esta situación excepcional es la UE la que tiene que dar la cara, y no escudarse detrás de los países. Y dar la cara significa, ahora mismo: 1. Eliminar los estrictos límites de déficit impuestos a los estados y permitirles, sin sanción, el aumento de gasto necesario para afrontar la emergencia sanitaria y social; 2. Colaborar a través de la puesta en marcha de los eurobonos en la financiación colectiva de los gastos extraordinarios de esta crisis; 3. Crear de inmediato un seguro de desempleo europeo; 4. Y, ante todo, poner al servicio de todos los países miembros los recursos necesarios para afrontar la emergencia sanitaria, impulsando la producción de mascarillas, respiradores, guantes, equipos de protección…, y financiando la investigación científica para encontrar medios para el tratamiento de la enfermedad y lograr lo antes posible una vacuna. 5. La UE debería financiar la vacunación de sus más de 500 millones de habitantes, sin distinción de países, clases sociales, razas o religiones.
Si no marcha por esta senda, es posible que la UE pueda estar entonando su canto del cisne.
anarkoÑ dice:
Laissez faire-Laissez passer… Dejar hacer (estragos y penuria) y dejar pasar (a la población favorecida de reemplazo). He ahí la política de la UE. O, mejor dicho, la política que la UE está constreñida a ejecutar.